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Nochebuenas junto al cadáver de la ciudad

Por Ramón Peralta
No fue una decisión tomada a plena luz del día, sino un acto incubado en la penumbra, donde la conciencia se vuelve flexible y la culpa aprende a respirar sin hacer ruido. La ciudad agotada, confiada, casi moribunda fue entregada una vez más a su verdugo con la solemnidad de un rito satánico realizado por los asesinos del niño Llena. No hubo resistencia. No hubo preguntas. Solo el murmullo seco de voluntades doblándose.

El hombre que gobernaba no administraba, en su lugar dirigía. Como Carmine Falcone en la Gótica de los mitos, movía los hilos invisibles del crimen respetable, repartía favores con la precisión de un cirujano y castigaba con algo que por horror no me atrevo a mencionar, simplemente diré que su método es la forma más refinada de la violencia. Su palabra no era ofrenda, sino hipnosis; su gesto, una orden pronunciada sin voz.

Ante él no se sentaban representantes del pueblo, sino la Corte de los Búhos, sacada de los cómics de ciudad gótica, figuras nocturnas, de ojos abiertos y conciencia cerrada, que decían vigilar el uso de los fondos de la ciudad mientras la desangraban con cuidado quirúrgico. No debatían; asentían. No fiscalizaban; justificaban. Cada aprobación era un aleteo más en la oscuridad.

El artefacto que aprobaron llamado presupuesto para tranquilizar a los ingenuos era una criatura inflada, un cuerpo artificial sostenido por deuda, diseñado no para sostener la ciudad sino para succionar lo que aún latía en ella. La Corte lo aceptó sin leerlo, como se acepta un pacto que ya ha sido vendida el alma.

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Un año antes, los Búhos ya habían dado señales de su verdadera lealtad. Renunciaron públicamente a la fiscalización y se integraron al círculo íntimo del Titiritero diabólico. Aprobaron planes de ingresos tan desproporcionados que parecían delirios, y gastos tan vastos que desafiaban la aritmética. Algunos pensaron que era torpeza. No lo era. Era una complicidad en proceso de aprendizaje.

Con el paso de los meses, cuando las cifras no cuadraban y el dinero desaparecía como si nunca hubiera existido, la Corte no gritó. Otorgó más poder. Así, el síndico dejó de ser un administrador para convertirse en amo, y los fiscalizadores en cómplices. Los contratos comenzaron a firmarse en la sombra, y cada firma era la confesión de un delito mudo.

En ese entramado mafioso estaban los contratistas del mal, criaturas reconocibles para cualquiera que haya leído los archivos de Gótica. Estaban el Joker de la obra pública, que inflaba costos con carcajadas invisibles; el Dos Caras de las licitaciones, legal de día, criminal de noche; el Pingüino de los suplidores eternos, elegante en apariencia, rapaz en esencia; el Acertijo de los números, cuyas cuentas nunca podían resolverse. Todos orbitaban alrededor del Titiritero con una Biblia teñida por sangre, todos le debían algo, todos pagaban tributo.

La corrupción se extendió como el covid con una ojiva del Ébola. Voces alquiladas repitieron la mentira de eficiencia hasta que la verdad, desfallecida, cayó al suelo sin testigos. Las recaudaciones no aparecían. Nadie sabía adónde iba el dinero. Y sin embargo, el genio del mal que dirigía la ciudad era protegido con devoción religiosa.

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La ciudad empezó a colapsar. No con explosiones, sino con grietas: servicios que fallaban, calles que envejecían de golpe, ciudadanos que aprendían a no esperar nada. Gótica había despertado sin murciélago que lo defendiera y el crimen vestía traje con camisa blanca, exhibiendo la biblia en una mano y en la otra escondiendo el oro corruptor

Cuando el año terminó, el déficit se reveló como un cadáver que ya olía. Millones habían desaparecido sin dejar rastro. La Corte de los Búhos, lejos de exigir cuentas, premió al Titiritero que miraba amenazante por encima de los lentes y castigaron a la ciudad. La traición fue completa.

Después vino la reunión final. A puerta cerrada, dos emisarios de la Corte que fingían ser opositores, uno por máscara y otro por simulacro , se sentaron frente al genio del mal. Lo que debía durar apenas unos minutos se prolongó por más de una hora, pues ambos sirvientes, ansiosos de una mayor aceptación por parte del amo, se arrodillaron ante el Leviatán, uno tras otro. Hubo tiempo suficiente no solo para sellar la sumisión, sino para recibir el segundo premio metálico, pago sospechoso por aquel nuevo y oprobioso servicio.

Cuando salieron, afirmaron que el aire estaba impregnado de una fragancia suave, casi agradable, aunque bajo ella persistía un olor químico, como amoníaco suave o cloro bautizado por la codicia del comerciante. En la boca llevaban un sabor metálico, salobre, como el de una moneda vieja o una herida abierta. El Titiritero, en cambio, salió sereno, sin estrés en el rostro, como quien ha alimentado bien a sus criaturas nocturnas.

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Y la ciudad, ignorante del último ritual, continuó avanzando hacia su ruina con la obstinación de un cadáver que se niega a reconocerse muerto. Creía estar viva, pero solo repetía gestos aprendidos. En las casas, la Nochebuena llegó sin júbilo. En los vasos temblaban lágrimas donde alguna vez hubo vino, y el silencio ocupaba el lugar de la mesa. Los ancianos, aferrados a un seguro tan vacío como la palabra que lo nombra, esperaban sin cena ni amparo, mientras los bonos destinados a los pobres eran absorbidos por el séquito del Leviatán y convertidos en festín. En la villa iluminada del poder, el jefe de la ciudad y los suyos brindaban con champán, ignorando o quizá celebrando que cada sorbo era sangre de los trabajadores con derechos violados. La ciudad murió sin darse cuenta, y siguió gobernada por quienes aprendieron a beber sobre su cadáver

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