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Alcalde salva a emprendedores de alto riesgo

Por Ramón Peralta
A Chupasangre Rojas no le concedió el destino tiempo para llevarse el dinero de la venta cuando, en un desesperado salto, cruzó la áspera pared de bloques que separaba su sombrío punto de trabajo de la otra calle. Era perseguido por los siniestros verdugos de las cuatro letras, quienes irrumpieron en su dominio con la ferocidad de un viento oscuro.

Sus manos, laceradas por los fragmentos de vidrio incrustados en la barrera, sangraban copiosamente mientras huía, tambaleante y exhausto. Corría entre callejones oscuros, dejando tras de sí un rastro escarlata que se mezclaba con la inmundicia de la ciudad. Mientras su vida pendía de un hilo, en silencio, prometió a Dios abandonar aquel infame negocio, el mismo que le había sostenido durante diez largos años.

En su frenética carrera, no advirtió que había invadido el terreno del temido Tuerto Brasi, el más despiadado de los dueños de aquellas siniestras «empresas de alto riesgo». Ante la imponente figura del Tuerto, Chupasangre comprendió que esos eran los últimos instantes de su existencia. En ese lúgubre momento, su mente voló hacia su madre, y una profunda tristeza inundó su alma al darse cuenta del fatídico final que se cernía sobre él.

De su padre, Chupasangre guardaba solo el recuerdo vago de un hombre caído antes de su nacimiento, una sombra perdida en las tinieblas de la cárcel de La Victoria. Su madre, sin embargo, permanecía nítida en su memoria: la imagen de un martes nebuloso bajo una lluvia pertinaz, mientras el féretro de aquella joven de 22 años, apuñalada en un cabaret de Santiago, descendía a la fría tierra. Tenía apenas siete años cuando la muerte de su madre comenzó a arrastrarlo hacia el abismo, sumergiéndolo en la desesperación, mientras su mente se fragmentaba en distracción y olvido.

Con dieciséis años, apenas cursaba el cuarto de primaria. Un profesor, cansado de su lento avance, se mofó cruelmente ante la clase: «Chupasangre disfruta tanto de la escuela que prefiere repetir los cursos». Aquel día, destrozado, llegó a casa donde su abuela Anselma, viendo una telenovela de narcos en el canal del hombre más rico del país, le ofreció un abrazo. Fue en ese abrazo, y en la oscura trama de la pantalla, donde Chupasangre descubrió la ruta que lo llevaría al infierno: una manera tenebrosa de ascender socialmente.

En los días siguientes, comenzó a observar su barrio, tomando nota de los pequeños negocios de alto riesgo que florecían a su alrededor. Un fatídico día, los agentes de las cuatro letras arrestaron a los empleados de Goliat, el temido emprendedor, y así, el joven encontró su oportunidad de adentrarse en ese inframundo como mula de Goliat.

Pronto, Chupasangre adquirió ropas nuevas, pero con ellas también llegó la atención no deseada de la policía. Y cuando finalmente dominó el oscuro arte de su oficio, su jefe Goliat cayó preso y murió en un violento motín en prisión. Sin más guía que la que le ofrecía la muerte, Chupasangre se convirtió en el dueño de su propio destino.

Al principio, todo marchó bien. Sin embargo, la competencia por controlar las zonas de venta desató una ola de violencia que llamó la atención de las autoridades. Los miembros de las cuatro letras se aliaron con los emprendedores más generosos, arrestando a sus competidores. Fue en esa nefasta circunstancia que irrumpieron en el negocio de Chupasangre, obligándolo a huir herido, hasta toparse con el temible Tuerto Brasi.

Desangrado y al borde del colapso, cayó a los pies de Brasi. Cuando los perseguidores llegaron, el Tuerto les entregó sobres de dinero y colocó mercancía sobre el cuerpo desmayado de Chupasangre. Despertó esposado a la cama de un hospital, y meses después, un juez lo condenó a tres años de prisión.

Al salir de la cárcel, juró que no volvería al oscuro camino de los emprendedores de alto riesgo. Pero esa misma noche, un emisario de las cuatro letras lo visitó, instándolo a retomar su antiguo negocio. Chupasangre vaciló, pero el hombre le aseguró que ya no había disputas entre los pequeños empresarios del barrio. La demanda, le dijeron, era tan grande que todos podían prosperar sin conflicto. La violencia había disminuido, y el municipio gozaba de una tranquilidad desconcertante.

Intrigado, Chupasangre preguntó a qué se debía tan extraño fenómeno.

«Es el nuevo alcalde», respondió el hombre de las cuatro letras, con una sonrisa malévola. «Instaló cajas diabólicas en cada rincón, legalizando los vertederos. La gente paga a nuestros clientes para llevar la basura a esos lugares inmundos, y sus ingresos se han multiplicado. Y ya sabes lo que sucede cuando nuestros clientes tienen dinero: los negocios de alto riesgo prosperan».

Chupasangre, aún escéptico, comentó que la prosperidad no podría durar. «Si aumentan sus vicios, su tiempo de vida disminuirá, y pronto no habrá más clientes».

El hombre rio con menosprecio. «No te preocupes. De otros pueblos llegan nuevos clientes, atraídos por el hedor de las cajas malignas. Ese alcalde ha salvado a todos los emprendedores de alto riesgo.»

Un mes después, Chupasangre vio con sus propios ojos la prosperidad que el alcalde había traído a los negocios de altos riegos. Pero una sombra lo inquietaba: además de los nuevos clientes, también estaban llegando otros emprendedores, los más peligrosos de los rincones más oscuros del país.

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