
La condena del abuelo Pablo
Él, abuelo, versus Carlos Balcacer.
Las ruedas de la vida, de la vida circular, donde si miras fijo en una dirección no puedes estar absolutamente seguro de si ves hacia arriba o si miras hacia abajo, o quizá oteas hacia arriba de a poco y luego hacia abajo.
En un abrir y cerrar de ojos estás abajo y distante de la posición elevada que antes ocupaste, el arriba del ayer. El ayer, de un ayer que puede o no volver. Circular sí, con algunas estáticas paradas prolongadas o cortas. La circularidad, la voltereta de aquella otrora vida, de aquel día no planeado le dieron un giro inesperado a mi lejano existir y me dejaron muchas enseñanzas.
Era soleado cuando salí de casa. Aún vivía en la pequeña casa de la esquina del batey. Diez pequeñas casas pagadas o apartamentos horizontales, viviendas unidad y solo limitadas por paredes de bloques hasta la altura del techo, comunicadas por espacios abiertos entre los dinteles y el techo común, que era una carretera aérea para que ratones, mosquitos y cucarachas fueran un problema también común del pequeño colectivo de diez familias. Por allí arriba transitaron enfermedades y olores que obligaron a la tolerancia, la concienciación, y aveces, a la sufrida resignación.
Eran cerca de las ocho de la mañana pero lucia más tarde. Tenía que apurar el paso porque estaba a dos kilómetros de la parada de autobús y debía llegar a uno de mis compromisos laborales en Ciudad Nueva de la capital, allí, distante de mi otra realidad, estaba el Palacio de Justicia. Un edificio con aspecto poscolonial que albergaba los juzgados penales.
En el camino, los saludos frecuentes de los conocidos ralentizaron mi caminar: “¡Saludos Telmicia!, ¡adiós Nelly Roach!, ¡saludos Bebo!, ¿Qué tal Vené?, hola Ramona ¿Cómo está Floro?, hey dímelo Víctor Sinilo, mi amigo Bebelo abur, Bolívar García le manda saludos mi mamá, adiós Formerio, adiós Fefita, dímelo Beato, adiós Machito, adiós Quiro, adiós Teófilo, adiós, adiós, adiós..!”.
La parada de autobús estaba repleta de conocidos y luego de abrazarme en saludos que parecían propios de luchadores de la Dominicana de Espectáculos de Jack Veneno, finalmente estaba sentado en un autobús rumbo a la ciudad capital distante a unos 32 kilómetros al oeste. El tránsito era inusualmente suave y creo haber dormido un poco en el camino, no recuerdo bien, solo una platica corta con mi compañero de asiento y las canciones de José José que se repetían en el radio del autobús, y más de una hora después estaba ya en Ciudad Nueva.
Gracias a que estudié con una de las asistentes de una de las salas de audiencias había hecho algunas amistades en el entorno palaciego. Subí las escalinatas ágilmente, todo lo que hacía para entonces llevaba la velocidad y la alegría despreocupada de la juventud. “Tienes mucha contentura”, solía decirme Tía (Justina Beato) madre de Moñito, Chicha, Macholín, Negra, Santica y muchos otros más.
No bien había entrado al Palacio me abordó en el pasillo central mi amigo Berto poniendo en mis manos un expediente penal del que ya me había hablado, yo en verdad lo había olvidado por completo y hacía esfuerzos por disimular aquel olvido. “La audiencia es mañana en el Colegiado de aquel lado”, así dijo alejándose a su trabajo sin mayores explicaciones. “Aquel lado” es como los citadinos suelen referirse a la Provincia Santo Domingo y su municipio Santo Domingo Este.
Luego de hacer los requerimientos pendientes en Ciudad Nueva partí de regreso a la soleada y playera comunidad de Andrés, Boca Chica dando un círculo más en mi vida, haciendo que todo muera donde antes había nacido y continuando la perenne circularidad.
Al dia siguiente llegué temprano al Tribunal Colegiado de Santo Domingo, tenía que conocer a mis representados antes de subir a la audiencia, en el camino había hojeado el expediente y ahora sabía que yo representaría a una querellante en un proceso por una presunta violación que hirió profundamente a una familia produciendo un irreparable quiebre en su relación interna. Un señor de unos 69 años estaba acusado de violar analmente a la nieta de su esposa, cuya hija, madre de la entonces catorceañera y ahora una joven adolescente de unos dieciséis años, era la presunta víctima.
La joven víctima no iría al tribunal, para no revictimizarla, se decía, y su testimonio dubitativo fue tomado por el juez de la instrucción a puertas cerradas.
En sus declaraciones la menor dejaba muchas preguntas por responder, la madre de ésta señalaba y juraba la ocurrencia de los hechos. El apesadumbrado imputado negaba los mismos y en esa misma tesitura se encontraba la abuela de la menor y esposa del imputado unos diez años menor que este.
Nuestra audiencia fue llamada de primero y tres jueces habían tomado sus lugares en los estrados cuando el alguacil gritaba con voz estridente el nombre del imputado, el de la madre de la víctima y la abreviatura del los nombres de la menor ausente, Ge Ge Ge vociferó el alguacil pareciendo onomatopeyizar una risa de algún cómic leído en alta voz. Me arrancó una ligera risa que ahogué de inmediato por la solemnidad de la audiencia, por dentro seguía riendo.
Las pruebas desfilaron una tras otra señalando al envejeciente como culpable del hecho, a decir de la imputación este señor, de casi setenta años y diabéticos por más de veinte, tuvo la fuerza viril de penetrar analmente a la jovencita de catorce, desnudándose él por completo, forzando a la menor a desvestirse y ayuntándola hasta quedarse sin fuerzas, volviendo a vestirse y obligando a la menor a hacer lo mismo en un periodo de tiempo de alrededor de ocho minutos, justamente el tiempo pausado de una reprimenda que ambos abuelos le imprecaban a la señorita por unos amoríos con un vistoso adonis santiaguero que vendía sustancias en un punto de drogas unas calles al este de la casa donde vivían.
La abuela había dejado el celular cargando en la casa que estaba debajo de aquella que ocupaban, y que contrario a la de ellos, tenía energía eléctrica de un pequeño inversor de dos baterías. Como no había luz eléctrica en su casa, se alumbraban con dos lamparas recargables. Estaban en la pequeña sala de la casa y desde allí la abuela escuchó timbrar su teléfono un piso más abajo. Se puso de pie como autómata y sin decir palabras o pedir permiso caminó unos cinco pasos hasta la puerta que daba a una escalera en espiral y bajó logrando tomar el celular justo cuando dejó de sonar. Esperaba la llamada de una hija que vivía en el exterior para una puntuales informaciones, así que, devolvió la llamada y colgó, y casi al instante le volvieron a llamar, habló con su hija por unos seis minutos y de inmediato subió. En la sala de la casa de abajo estaban los inquilinos de la misma, tan de confianza que la abuela entró y casi se tropieza con el señor y siquiera saludó al entrar y menos al salir, lo que no obstante pareció algo muy normal.
El enojo de la conversación con su nieta se agudecía con cada escalón que pisaba. Al entrar de nuevo a la sala de su casa los dos dejados por ella allí ocupaban sus mismos lugares, y el locuaz abuelo-postizo seguía en la cantaleta. Para ella fue fácil incorporarse nueva vez a la reprimenda. La noche terminó para la menor con enviarla a su cuarto temprano para que analice la situación.
El cuarto de la nieta estaba justo al lado de la silla que ocupaba, solo tenía que abrir la cortina que daba paso a una pequeña litera en un cuarto pequeño y con pocos ajuares. Un mes después la menor denunció a su madre que ese día y en momentos en que su madre bajaba a atender una llamada, fue violada por el marido de su abuela. La compañía de teléfonos certificó la duración de la llamada: Seis minutos y catorce segundos.
Al final de la audiencia la fiscal, que tenía nombre de diosa egipcia solicitó una pena de 15 años de prisión y la variación de la medida que pendía sobre el abuelo que consistía en una fianza, para que fuera reducido de inmediato a prisión como ya se estilaba en los tribunales del Distrito Nacional.
No niego que tenía muchas dudas de la acusación y las pruebas, era joven e inexperto, empero acordé con la fiscalía en cuanto a la pena y me opuse radicalmente a la variación de la medida, creía, y aún creo, que ello es arbitrario e ilegal, y por ello puse más ahínco en ese punto que en los demás.
El abuelo fue condenado a diez años y dejado libre hasta la culminación de su proceso, yo no volví a litigar aquel proceso, pero supe que la condena fue anulada por la Corte de Apelación, luego de lo cual fue descargado definitivamente el abuelo, quien solo parecía esperar el fallo definitivo para sentirse libre partir, sus cadenas con la vida habían sido cortadas, y un día después del cierre procesal de su caso murió, no por causa de la diabetes sino del orgullo herido, eso dijo a su mujer sentir el día del fallo, el día antes de su huida definitiva, así dijo al tiempo que las lágrimas llenaban sus ojos ya opacos y luego se deslizaban por los surcos que a modo de cicatrices sembró el tiempo en toda su cara. Respiró profundo, no tenía pañuelo a manos, así que pasó su mano derecha por toda su cara de arriba a abajo para dispersar las liquidas manifestaciones de dolor mientras caminaba a su cuarto. No dijo nada más y a su mujer comprendió que necesitaba estar sólo consigo, le dio su espacio como era habitual, ella estaba feliz y decidió que tenía que preparar un cena especial.
Al acostarse esa noche, el abuelo le dijo que aún se acordaba de mí y que agradecía la libertad que disfrutó durante los seis años que tuvo que esperar para ser considerado definitivamente inocente, “tu nombre fue el último que mencionó”, me dijo. Jamás volvió a despertar, y en la cama mortuoria su cara tenía el aspecto de un ángel redimido.
Fin y posdata
Aunque me enteré de su muerte, no asistí al funeral impedido por la distancia, pero su esposa me llamó y narró lo agridulce de sus dos días postreros.
De todo ello hace bastante tiempo y reconozco que había olvidado aquel acontecimiento. Los jueces de entonces se sorprendieron por mi actitud, sin embargo, al final la celebraron, y el tiempo circular fijó en una esquina olvidada el triste espectáculo.
Hace unos pocos días, mientras esperaba por una audiencia en Ciudad Nueva, estando ya dentro del salón de audiencias, se desarrollaba la parte final de una audiencia previa, no me enteré nunca del delito juzgado, y en ella, el maestro del derecho penal, don Carlos Balcacer, representaba a unos querellantes, y al solicitar condena el fiscal de su caso pidió se variará a prisión la presentación periódica que como medida tenía el imputado que Balcacer perseguía y acusaba. El zorro abogado, con la madurez que le acompaña y en un leguaje humanista, elevó su voz para oponerse a semejante atrocidad, así lo llamó. Justo ahí, en ese mágico momento, circularon tiempo y memoria trayendo como fresco recuerdo el triste caso del abuelo Pablo.