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La coreografía emocional que conquista corazones

Por Ramón Peralta
Ahora que entramos en el décimo día del mes más alegre del año, ese mes en que hasta el más triste encuentra un motivo para celebrar , resulta inevitable recordarles a los políticos que, en esta etapa, hablar de votos es una imprudencia, casi un pecado capital. Dar discursos electorales se vuelve una falta grave, y pedir el voto, una herejía. La gente quiere una tregua, un respiro, un refugio donde no tenga que escuchar a ningún político acechando su paz.

En estos tiempos, insistir en la campaña es como sembrar arroz en el asfalto del malecón y solo sirve para perder votos y respeto. Pero y en esto se esconde una verdad que pocos admiten sin rubor que diciembre es, en el fondo, el mejor mes para ganar almas y voluntades. En sus noches largas y festivas, cuando la vida se siente más frágil y luminosa, florece la campaña que no habla de política, esa que no necesita tarimas ni altavoces porque se abre paso con la suavidad de una confidencia y conquista el territorio más profundo del ser humano, el voto emocional.

La política dominicana, con su mezcla inevitable de música, calor humano y proximidad barrial, ha convertido el baile en un lenguaje que trasciende el entretenimiento y se instala, a veces sin que el candidato lo advierta, en la narrativa emocional de las campañas locales. En la República Dominicana, donde el merengue y la bachata son tan cotidianos como el saludo matinal, y donde incluso el dembow ha logrado infiltrarse en la conversación pública, la capacidad de un político para moverse con naturalidad no es un acto superficial, sino una forma de decir estoy aquí, pertenezco a este lugar sin pronunciar palabra alguna. Por eso, en escenarios comunitarios donde la gente no siempre quiere discursos, pero sí quiere sentir cercanía, un paso de baile puede humanizar más que quinientas palabras construidas en oficina.

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La razón es sencilla y a la vez asombrosa. En esta isla, donde los fanáticos de béisbol saben más que los gerentes de Licey y Águilas y conocen la salud de un pelotero mejor que su propio dirigente, se percibe algo innegable: es un país singular, donde se piensa con el cuerpo y se siente con el ritmo. Una sonrisa fingida puede pasar por sincera si va acompañada de un movimiento espontáneo; actúa como un puente invisible entre el político y la multitud. De repente, el candidato deja de ser una figura distante y se convierte en un rostro cercano, alguien que respira el mismo aire, que comparte la misma música. Al bailar, ese candidato despierta emociones positivas que la gente asocia con simpatía y autenticidad. No es solo comunicación no verbal; es identidad cultural. En un lugar donde los encuentros públicos nacen y mueren al compás de tarimas improvisadas, el político que se integra con naturalidad demuestra comprensión del entorno y respeto por la gente que lo habita.

Pero el baile, como cualquier instrumento cargado de símbolos, exige manos y cuerpo expertos. No todo movimiento cae en su momento, ni toda ocasión lo permite. Un político que se entrega demasiado a los pasos, o que fuerza una gracia que no posee, corre el riesgo de convertirse en un payaso sin risa, y nadie respeta a quien se burla de sí mismo sin darse cuenta. No es digno bailar en medio de una tragedia, ni en actos solemnes, ni frente a cámaras que acechan como buitres dispuestos a desgarrar la imagen del candidato. La regla de oro dicta que el baile debe ser breve, natural, digno y ajustado al tiempo y al lugar. Un minuto, o apenas unos segundos, basta para abrir un puente de cercanía sin comprometer la seriedad del cargo. No se trata de mostrar destreza, sino de revelar humanidad.

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Este comportamiento, sin embargo, no impacta por igual a hombres y mujeres. La sociedad dominicana con sus códigos no escritos pero siempre activos da por sentado que una mujer sabe bailar. Que lo haga bien no sorprende, ni modifica la percepción de su imagen. Es parte del paquete cultural. Por eso, en una candidata, el baile aporta poco: es recibido sin afecto ni objeción, como un elemento más de lo esperado. En cambio, una mujer que no baila tiene la oportunidad de convertir esa ausencia en un signo distintivo, una forma de proyectar disciplina, sobriedad y concentración. En un ambiente donde casi todas cumplen con el molde tradicional, la que se sale de él por convicción puede construir, si lo explica con elegancia, una narrativa propia: No bailo porque he vivido entregada al trabajo y a la responsabilidad social de mi comunidad. Lo que otros verían como limitación ella puede transformarlo en fortaleza.

Con los hombres ocurre lo contrario. La sociedad no espera que un candidato masculino sea buen bailarín. Por eso, cuando lo es o cuando al menos se mueve con gracia natural, su imagen recibe un impulso inmediato. Se vuelve más cercano, más dominicano, menos rígido, menos distante. Es una sorpresa agradable que humaniza y derriba barreras. Gana puntos por el simple hecho de romper el molde. En él, el baile es un plus genuino, una herramienta que abre puertas y despierta simpatías. En política local, donde la cercanía pesa más que la retórica, ese pequeño gesto puede convertirse en una ventaja estratégica de singular valor.

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El candidato debe evitar bailar con la mas bella de la fiesta, es recomendable que elija una señora mayor rebosante de alegría, o un poco agraciada de esas que parecen huérfanas de belleza e inocente de gracia. Porque en la política, como en los viejos cuentos de mi barrio a veces el verdadero liderazgo se encuentra en la sencillez de quien baila sin pretensiones.

Un candidato puede no bailar y aun así conectar con su comunidad. Pero aquel que se atreve a hacerlo en el momento exacto, con la naturalidad justa, puede lograr en un instante lo que a veces no se consigue en semanas de campaña. La política, cuando se ejerce desde la autenticidad, no ignora lo que la gente siente. Y en dominicana la gente siente y juzga también con la música.

Al final, todo lo que se ha dicho parece desvanecerse, porque hay verdades que se imponen con la fuerza de la ironía y la música: el ministro de Cultura de un país como la República Dominicana, cuya música, el merengue, es patrimonio inmaterial de la humanidad, no sabe bailar merengue, ese ritmo que corre por las calles, se enreda en los cuerpos y define la identidad de un pueblo tanto como la bandera tricolor.

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