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La puerta del cielo

Por Ramón Peralta
A la exacta 1:59 de la madrugada, un sonido infame, como el lamento de una criatura olvidada en el vestíbulo del infierno, quebró el silencio sepulcral que envolvía la casa. El viejo, súbitamente perturbado, sintió que la vida se le escapaba, sumida en una angustia indescriptible. En la penumbra, extendió su mano temblorosa hacia el costado derecho de la cama, buscando el consuelo de su esposa Daysi; pero, en medio de esa conmoción desgarradora, comprendió que la habitación estaba desierta y él estaba completamente solo.

Instintivamente, se cubrió con una toalla desgastada que apenas ocultaba la parte más vulnerable de su cuerpo, que en otro tiempo había conocido una función más digna que la de liberar los orines débiles producidos por unos riñones maltrechos, víctimas de seis décadas de abuso por una marca de refresco negro, tan corrosiva como el mismo pecado. Al llegar a la sala, el viejo quedó petrificado, un terror absoluto inmovilizó sus miembros al vislumbrar a dos ladrones que, a su vez, gritaban con la desesperación de quienes han visto al propio demonio.

En una frenética carrera por la escalera, los delincuentes rodaron hacia abajo con una velocidad sobrehumana, como si una fuerza maléfica los arrastrara con furia destructiva. Al impactar contra el pavimento, sus cuerpos se estrellaron con la violencia de un misil en su impacto final, desintegrándose en un espectáculo horrendo.

El viejo, paralizado por el terror, no pudo comprender la suerte que habían corrido los ladrones. La fuerza de sus piernas se desvaneció, y cayó en medio de la sala como una marioneta rota. En un estado de incomprensible parálisis, consciente pero incapaz de moverse, se hallaba atrapado en una angustia que se tornaba cada vez más opresiva. Su mente clamaba a Dios en busca de una fuerza que le permitiera llegar a la puerta de madera y asegurarla, pero sus músculos desobedecían, como si un hechizo maligno hubiera paralizado cada fibra de su ser. La desesperación lo invadía con la inquietante posibilidad de que los intrusos retornaran para acabar con su vida.

En su resignación a la muerte, hizo un inventario mental del. último día en que el sol había tocado su rostro. Recordó con dolorosa claridad que esa tarde de sábado, su esposa y su suegra habían tomado un taxi hacia la parada de autobuses con destino a Punta Cuna, y que no regresarían sino hasta el lunes.

El terror aumentó al observar el candado de la puerta de hierro, que se encontraba abandonado en la mesa. Recordó con horror que, tras salir a comprar una Coca-Cola esa noche, había olvidado volver a colocar el candado. Su esposa, antes de partir, le había advertido insistentemente que no olvidara asegurar la puerta.

Dos interminables horas transcurrieron en su estado de parálisis antes de que el sueño, como un manto oscuro, lo venciera.

A las 9:46 de la mañana, fue despertado por las garras de la gata, que le acariciaba la cabeza y ronroneaba al oído. Se levantó con la impresión de que todo había sido una pesadilla, sin rastro alguno de parálisis. Sin embargo, al verse desnudo en la sala y al observar la puerta de madera abierta, el terror volvió a invadirlo. Al acercarse a la puerta y mirar hacia la escalera, vio la puerta de hierro abierta y una multitud de personas en la calle, congregadas justo frente al primer nivel de la casa.

Vivía con su esposa en un segundo piso, asegurado por una doble puerta de seguridad: una puerta de hierro en el primer nivel, que daba a la calle, y una puerta de caoba que daba acceso a la sala. La puerta de caoba había sido dejada abierta por el calor, en la errónea creencia de que la de hierro estaba asegurada.

El viejo sin haber siquiera lavado una mínima porción de su anatomía ni cepillarse los dientes,  se puso una ropa limpia y descendió las escaleras. Una multitud se agolpaba en torno a los agentes de policía, quienes intentaban comprender cómo esos cuerpos, tan deteriorados, habían llegado a aquel lugar. Por la desintegración  en que yacían, parecían haber caído desde la cúspide del Empire State o desde la más alta de las antenas de la Torre Eiffel de París.

Tembloroso, se dirigió a la bodega para adquirir una Coca-Cola, la cual ingirió en ayunas. Pero en lugar de apaciguar sus nervios, esta bebida descontroló aún más sus impulsos. En ese instante, comprendió que los cuerpos eran los de los mismos ladrones que habían penetrado en su vivienda, quienes, en un inexplicable misterio, no solo sufrieron  una caída, sino que parecían como si hubieran  sido arrojados hacia abajo con la furia de un huracán de categoría 5. En lo más profundo de su conciencia, se preguntaba si esa fuerza que lanzó a los delincuentes había sido enviada para salvarlo de ellos, o si era una fuerza maligna que había arrojado a esos desdichados hombres a la calle simplemente para satisfacer un sádico deseo de destrucción.

Al mediodía, la policía había interrogado a todos los vecinos, incluyendo al anciano, en busca de testigos que pudieran esclarecer los hechos. El viejo explicó que estaba solo en su casa y que había dormido profundamente, inducido por una pastilla que lo sumía en un sueño tan oscuro que parecía estar en otro mundo.

La vecina de la acera opuesta, conocida por su incesante vigilancia, declaró no haber oído nada, y la comunidad aceptó su versión sin cuestionarla, pues todos sabían que ella, en su indiscreción, solía divulgar cualquier novedad. Esa noche, la vecina había amanecido en compañía de un colágeno  24 años menor que ella. Su encuentro fue tan apasionado que, repetidos orgasmos múltiples, la sumieron profundamente en los brazos de Morfeo.

La joven que residía en el primer piso de la casa del anciano era la más cercana a los hechos, pero los vecinos estaban al tanto de que ella no había visto ni oído nada. A las 10:28 de la noche del sábado, se la había visto comprando dos tabacos  de una sustancia prohibida que induce al sueño, y todos sabían que, tras inhalar el potente aroma de dicha sustancia, ella se sumía en un sueño tan profundo como la misma muerte.

La familia que vivía en la casa adyacente al suceso se encontraba de viaje en Nueva York, mientras que el señor de la casa vecina a la derecha había consumido dos botellas de ron barato, y cuando él ingiere ron, nada puede despertarlo.

La tarde del domingo, el viejo se acomodó frente a la computadora, satisfecho con la idea de que su secreto estaba a salvo. Encendió el portátil y, al instante, recibió decenas de notificaciones en su correo. Al abrir el primer mensaje, se encontró con un video en el que se veía a los hombres saliendo despavoridos de su casa, siendo arrojados al pavimento por una fuerza semi-invisible.

A su celular llegó un mensaje por WhatsApp desde un número desconocido, mostrando el mismo video: los hombres huyendo de su casa y siendo lanzados por una fuerza maléfica. La angustia, una vez más, se apoderó de él.

Una manera más terrible, algo más angustiante  que la muerte lo atormentaba, y no era el temor de caer preso, porque si la policía veía el video jamás lo culparía, ya que se puede observar claramente como cayeron y en ningún lugar se ve la imagen del débil viejo.

Lo que el viejo más temía era que ese video revelaría una verdad aterradora que destruiría su vida, si ese video salía a la luz pública Su esposa Daysi se enteraría que no había cerrado la entrada de hierro, que para ella es tan sagrada como la  puerta del cielo

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