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Los amigos de mi mujer

Por Ramón Peralta
La víspera de la boda, Juan, con aquella frialdad que caracterizan los hombres machistas, le hizo a su futura esposa una advertencia que sonó más como un oscuro ultimátum. «Solo te tomaré por esposa, si renuncias a las amistades con los hombres. No tolero que mi mujer se relacione con ellos.’’

Ella, agobiada por una mezcla de angustia y resignación, sabía que su corazón aún pertenecía a sus amigos. Pero, en el umbral de lo que parecía ser un destino irrevocable, la desesperación la impulsó a ceder. Con apenas veinticuatro horas para evitar la humillación de ser dejada plantada en el altar, tomó su teléfono móvil y, con dedos temblorosos, envió un mensaje  de whatsapp a cada uno de sus amigos varones, pidiéndoles que cortaran todo vínculo con ella. La oscuridad de su alma se expandía, aunque no lograba comprender el alcance de su propio sacrificio.

A medida que se aproximaba al altar, la mente de la mujer vagaba por los oscuros pasillos de los recuerdos. Pensaba en Luis, aquel amigo que, durante los días de universidad, le cargaba la mochila con un gesto tan desinteresado que parecía extraído de un sueño o de una vida pasada. Pensaba también en José, su confidente, quien había sido el refugio de sus más profundos dolores y secretos. Y no podía evitar recordar a Carlos, el joven tranquilo que la ayudaba con la tarea, un ser que, en su silenciosa dedicación, parecía haber absorbido la esencia de la melancolía. Pero más que a todos ellos, su mente se aferraba a Roberto, el amigo que le aconsejaba sobre la ropa, como si la apariencia pudiera ocultar la creciente decadencia en su interior. Y, por supuesto, no podía olvidarse de Ramón, el compañero cuya voz afeminada se perdía en los ecos de su alma, un confidente que la guiaba en el amor clandestino, y cuya complicidad le había permitido engañar a Juan con el viejo millonario mientras él trabajaba.

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Al llegar al altar, el sonido de las palabras del sacerdote se desvaneció en un abismo insondable. La mujer no oía, ni sentía. Su ser estaba sumido en una oscuridad más profunda que la que jamás hubiera imaginado. Cuando, finalmente, el sacerdote formuló la pregunta sobre su aceptación de Juan como esposo, ella no percibió el peso de la ceremonia. La respuesta salió de sus labios como un eco vacío, un «sí» que carecía de todo significado, como una sentencia de muerte de su propia libertad.

La ceremonia transcurrió sin que ella pudiera ver más allá de la tenue niebla que envolvía su alma. En el gran salón, los invitados le ofrecieron sus felicidades, como si sus palabras fueran puñales bañados en una falsa cordialidad. Juan, por su parte, se mostraba feliz, triunfante, como si su victoria sobre ella estuviera ya consumada. Pero la mujer, en su amarga soledad, no podía ni siquiera simular una sonrisa. Su rostro, impasible, reflejaba la imagen de alguien que ha perdido algo irremplazable, algo que ya no podrá recuperar.

Esa noche, en el hotel frente al mar, donde pasarían su luna de miel, ella se envolvió  con más  ropas que una  religiosa del Medio Oriente como si buscara protegerse del frío eterno que se había apoderado de su corazón. Su cuerpo, más frío que la muerte misma, no hallaba consuelo. Sus manos, rígidas como estatuas de piedra, y su mirada, perdida en el vacío, reflejaban el abandono de su alma, que se había desvanecido en las aguas del arrepentimiento.

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Tres días pasaron en el resort, tres largos días de ayuno, como si su cuerpo también hubiera decidido renunciar a la vida. Fue entonces cuando, desesperado, Juan le ofreció lo que, en su mente, era la salvación: «Haz lo que sea necesario para devolverme tu sonrisa», le dijo, con una dulzura forzada  que resonaba más como una amenaza que como un acto de amor.

Con una mirada fija y sombría, la mujer, que ya había atravesado el umbral de su quebranto, rompió el sagrado código de silencio que las mujeres como ella mantenían entre ellas. Su respuesta, más fría que el hielo, se deslizaba entre sus labios como un lamento del cual ya no había retorno: «Solo deseo que me devuelvas mis amigos, y que jamás, jamás, me pidas que los abandone.»

El rostro de Juan, helado por la incredulidad, quedó inmóvil, como una estatua de Colon. Por largos segundos, no fue capaz de articular palabra alguna. Finalmente, balbuceó, temeroso, como si el aire mismo le hubiera sido arrancado de los pulmones: «¿Por qué son tan importantes esos amigos para ti?»

Ella, con engreimiento, murmuró: «Porque no soy una presa, y tengo derecho a tener amigos Juan, abatido por la magnitud de la revelación, aceptó, aunque su aceptación no era más que una rendición. Y, durante el resto del día, ambos fueron vistos como una pareja feliz, un reflejo patético de lo que alguna vez pudo haber sido.

Esa noche, Daniela se entregó a Juan llena de una felicidad que no sentía, mientras su mente recorría uno a uno los rostros de sus amigos. Sabía que siempre guardaría para sí misma ese deseo irrenunciable de tener una red de amigos, sabiendo  que, a pesar de estar casada, su alma seguiría viva entre las manos de aquellos que, en silencio, la amaban y la deseaban  con una intensidad mayor que la de su propio esposo. Ella comprendía que todos ellos, como depredadores al acecho, esperaban una señal de debilidad para atraparla en un instante de vulnerabilidad, como si fuera una presa perdida en el bosque.

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El saber que era amada por cada uno de esos hombres era lo que, en secreto, le levantaba el ánimo y le daba fuerzas para seguir viviendo. Porque en la oscuridad de su alma, ella comprendía que podía ofrecerles a sus amigos los dos grandes motores que dan vida a los hombres: el deseo sexual y el anhelo de sentirse importantes. Y sabía, con una certeza amarga y dulce a la vez, que en los sueños de cada uno de ellos, ella representaba ambos deseos.

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