
Los años perdidos de un hombre derrotado
Por Ramón Peralta
Con el peso del tiempo sobre mis hombros y el alma empapada en una melancolía que me consume, inicio este último artículo del 2024, sumido en la amarga necesidad de pedir perdón. No por las palabras que se alzaron de mi boca ni por las opiniones que vertí sobre los demás en los medios digitales, sino por las heridas que, sin querer, pude haber causado a quienes se sintieron heridos por ellas. Aquellas críticas, esas notas de repulsa que alguna vez escribí, nunca fueron personales, pero hoy me doy cuenta, quizás demasiado tarde, de que el dolor nunca conoce la distancia de las intenciones.
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Hace ya algunos años que me alejé de la militancia de un partido, y las razones de mi partida son tan simples como dolorosas. La primera: ¿qué sentido tiene la militancia cuando ya no se tiene ninguna aspiración a cargo electivo? La segunda: la necesidad de expresar libremente mis pensamientos, sin que las ataduras de una disciplina política me impidieran ser quien soy. Y la tercera, la más sombría, fue la aceptación de que mis días sobre esta tierra se agotan, y que mi tiempo, tan precioso y fugaz, debe ser dedicado a algo más que a la contienda política, ser un consultor, un consejero, un guía para los jóvenes que, aún con su mirada llena de esperanza, ingresan en ese mundo de sombras llamado política.
Sin embargo, esas horas interminables de estudio sobre la mente del votante, esos años que invertí en entender lo que mueve a la sociedad, ahora se sienten como una ironía cruel. Toda esa la tormenta de la denuncia, en las acusaciones como si fuera un periodista de investigación o un activista político más chocan desenfrenadamente con la profesión de consultor político . Hoy, con el peso de esta reflexión, renuncio a seguir emitiendo juicios sobre lo que considero errado. Mi energía se disuelve en el vacío, y el deseo de cambiar las cosas me parece una ilusión.
He decidido que, en lo que queda de este 2024, me ausentaré de la escena política, social y cultural de Santo Domingo Este. Si el destino, ese caprichoso y cruel guía de nuestras vidas, me permite seguir respirando en el 2025, mis artículos de opinión serán escasos, casi inexistentes, y estarán desprovistos de ese fervor que alguna vez me empujó a luchar por un mundo mejor. Habrán de ser escritos desde una distancia fría, objetiva, científica, sin la pasión de ayer, pues esa pasión me ha dejado vacío y desgastado.
A mi edad, el cansancio se ha apoderado de mi cuerpo y mi espíritu. La lucha por causas que ya no tienen sentido para mí ha quedado atrás. Renuncio a pelear contra funcionarios públicos que jamás me han hecho daño, que ni siquiera me conocen. ¿Por qué seguir luchando en un campo de batalla donde las batallas son libradas por sombras, donde los ideales se desvanecen como niebla al sol? Dejo atrás la pasión política con una sonrisa feliz, sabiendo que aquellos que apoyé con fervor y ganaron, han demostrado que son digno del cargo que conquistaron. Y aquellos que no ganaron, me atrevo a pensar, fueron vencedores y los verdaderos perdedores fueron los ciudadanos que votaron en su contra, aunque nunca lo sabrán.
Me siento agradecido, sí, pero esa gratitud se ha teñido de una tristeza profunda. Agradezco a aquellos políticos que, como Manuel Jiménez, Rafael Castillo, Winston Báez, Luis Marte, y tantos otros, me permitieron compartir un pedazo de su camino. Pero el eco de esos momentos se disuelve en la indiferencia del presente, en una sociedad que ya no reconoce la nobleza del esfuerzo. De nada sirve pelear en un lugar donde, tras un accidente en la carretera, la humanidad se despoja de su compasión para robarle las pertenencias a un herido. ¿Qué vale la lucha cuando una sociedad condena al que denuncia y absuelve al que comete el crimen?
Hoy renuncio a mi derecho a opinar, porque me he dado cuenta, con una amarga claridad, de que siempre estuve en el lado equivocado de la historia. Mi lucha fue errada, mi entrega fue vana. Y así, me rindo. Hoy claudico ante un sistema que me ha devorado, que me ha demostrado, con su indiferencia y su cruel rutina, que el camino que elegí no era el correcto. Mis armas de lucha ya no tienen sentido. Hoy, me entrego a la resignación, dejando que la corriente de la vida me arrastre a donde sea que deba ir.
En este pequeño tramo de vida, solo me queda confesar que me arrepiento. Me arrepiento profundamente de haber luchado por la causa equivocada, de haber predicado con tanta vehemencia un futuro que ahora se me revela como un espejismo. Me arrepiento de haber dado mi vida por algo que se desmorona ante mis ojos, y me arrepiento, por encima de todo, de no haber guardado esos pensamientos para mí mismo.