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Los velatorios del prófugo Beltré

Por Valentín Medrano Peña,

“Gracias señor, gracias señor, gracias mi Dios”. Escuchaba al entrar a la pequeña habitación que estaba en el segundo piso de una modesta vivienda citadina.

Horas antes fui despertado con la insistencia de una llamada telefónica de mi buen amigo Moisés que portaba la noticia de la muerte de Manuel Emilio Beltré Espinal.

Beltré era un viejo conocido. Una serie de conexiones humanas me pusieron en contacto con él hará unos años. Tenía un proceso penal del que era querellado por causa de unos recursos pendientes de pago de una señora que le había entregado a título de préstamo. Jamás podría pensar que ese hecho nos uniría tanto y que sería causa de su muerte y de martirologios que le sobreviven como heredad maldita a sus descendientes.

A poco de la vista ante el fiscal me invitó a pasar por sus oficinas. Antes no lo había conocido. En la puerta del tribunal me esperó y me abordó preguntando si yo era yo, con afabilidad ante mi asentimiento me extendió un trato cálido y afable.

Desde aquel día de un Mayo accidentado quedé introducido a su vida y realidad. Conocí a sus familiares más cercanos que eran sus trabajadores. En Diciembre de ese mismo año me invitó a la fiesta de sus empleados. Todos lo alababan como el mejor jefe del universo. La fiesta fue una manifestación de alegria y satisfacción. Muchos amigos empresarios y familiares de los empleados disfrutaban del acontecimiento. La foto colectiva agrupó a casi un centenar de personas alegres y agradecidas. No volví a verle hasta aquella llamada en que me informaba que su empresa, su sueño emprendedor nacido en 1992 estaba siendo allanada por el Ministerio Público y la Superintendencia de Bancos, a lo que siguió un procedimiento administrativo sancionador.

Y ese día, en una tarde de Mayo del 2015, su esfuerzo de vida, su sueño de crecimiento se vieron marchitos para siempre y se puso a correr acelerado el reloj de su muerte.

Se creía inocente y se mantuvo al margen del proceso. Era abogado y conocía historias de injusticias, pero jamás pensó que la maldad sistémica podría acosar y afectar a sus queridos para forzar su presencia. Sus hijos y hermana fueron acusados en su lugar, y un tribunal de injusticia les condenó por el presunto delito de él. Ese fue el tiro de gracia. Solo restaba el tiempo para declarar su muerte ocurrida con antelación.

Condenado administrativa y penalmente por una actividad comercial que precedía incluso las leyes aplicadas. Incluso condenando a personas que tenían tres años cuando los presuntos hechos se propiciaron. Ah justicia!

Recuerdo haber visto de aquel hombre, antes de su vida asustada sobrevenida, ser un padre abnegado, el amigo leal y solidario, el esposo devoto, y por ello siempre estuvo rodeado de amigos que testimoniaban sus buenas acciones. Lo admiré mucho, sobre todo como padre. Él fue la definición al calco del padre perfecto. Por ello, fue difícil mantenerlo, ya enfermo, al margen del proceso para el que quería pagar el precio del chantaje y entregarse en lugar de sus hijos para ser comido por el sistema de odio, por la venganza en pos de titulares y ascensos.

Fue un buen hombre, inhumano, porque ser humano es todo lo que son los otros, sus persecutores y condenadores, porque ser humano es ser depredador, aniquilador de especies, lobo del otros humanos, y él fue lo otro, lo espiritual.

Llegué a la casa de Los Ríos, demasiado modesta, insisto, para la ampulosa acusación que se le hiciera. Al parquearme me invadió un sentimiento de pesar y angustia. Las vueltas de la vida se me presentaban aleccionadoras. Tuve que tocar varias veces y finalmente acudí a llamar por teléfono. Me abrieron la puerta y fui destinado al segundo piso donde yacía en una cama boca arriba con aspecto de persona que duerme pacifica y plácidamente, rodeado de sus hijos y su esposa, solos, de una soledad que obliga a la reflexión. Un único forastero llegó movido por la conmiseración y la pena, por el dolor de la injusticia de una mortandad expansiva.

Muy a pesar de aquel cuadro tan diferente a las acostumbradas muchedumbres que rodearon la vida de Beltré, de los amigos por decenas que le agradecían, de ese único extraño en mí encarnado, que venció la distancia para ser su testigo postrero, creo que jamás estuvo tan masivamente amado.

“Gracias señor, gracias señor,
Gracias mi Dios”, lloraba su devota esposa y al coro de lágrimas sentidas, de dolores manifiestos, de tristezas por el ido y por la humanidad, me sumé en llantos y dolor.

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