Por Valentín Medrano Peña / Tercero de Diecinueve. La vida es un vaivén situacional. De muy pocas cosas estamos seguros que han de ocurrir. La muerte es solo una de las pocas seguras. La suerte es voluntariosa y toca a su entero capricho a quien le parece, sin que responda a criterio alguno o méritos acumulados.
El hijo de la vecina de Altagracia Calzado fue enlistado en la Fuerza Aérea, esto de seguro afincaría a todos en la familia. Antes, Mariíta, como se le conocía a la vecina, se había sacado el premio mayor de la lotería y empezó a remodelar su modesta residencia, y hasta tenía planes de poner un colmado en su casa.
Eso ocurría en el barrio El Bonito de San Isidro, hogar de la siempre gloriosa Fuerza Aérea dominicana, la de los medallistas olímpicos.
Altagracia duró toda una semana tarareando ó con el pensamiento fijo y recurrente en la canción de Héctor Lavoe, ‘El día de mi suerte’: -“Cuándo llegará el día de mi suerte, debe ser antes de mi muerte, seguro que mi suerte cambiará…”, lo que sin dudas estaba relacionado con los dos hechos de suerte que tocaron en conjunto la puerta de su insoportable vecina.
La suerte a Altagracia nunca le llegó en los niveles esperados. Salvo su hija, a la que nombró también Altagracia, tuvo en todo el discurrir de su vida muy pocas satisfacciones, aunque respecto de la vivaracha niña, lo fue en sus inicios, su única hija, esta solía decir como para olvidar su lastimero destino: -“Soy una mujer dichosa, que no sabe leer ni escribir, pero que tiene una hija inteligente”, hija que le representó todas las satisfacciones que en otros litorales la vida le negó.
Altagracia, la madre, al quedar en cinta, entendió que debería hacer ajustes y sacrificios, sacrificio fue la tónica de su vida, y tenía la clara intención de que su hija no repitiera sus limitaciones excesivas. Se mudó a San Carlos, en la capital dominicana, informada de la cercanía de escuelas para su hija aún sin nacer.
Valentín Medrano
«Y así, sin ser parte de comité alguno de compras y contrataciones de esa dependencia, sin haber tenido posición directriz, Altagracia era acusada también, de influir en el resultado de las licitaciones, sin que por igual, haya un solo elemento de pruebas de tal ocurrencia, y sin nunca haber pisado el despacho del ex procurador o ser partícipe de ninguna reunión cercana, pues sus funciones y posición de cuarto rango no permitían eso, le adicionan una cercanía cómplice con el alto mando de la institución, la igualan en una imposible e irracional asociación de malhechores.«
Desde aquel nacimiento, Altagracia solo veló porque Altagracia tuviera otro destino, y con muchos sacrificios y esfuerzos le brindó todo aquello de lo que careció ella misma, educación e instrucción escolar, y trabajando hasta el cansancio y buscando consejos, le inscribió, a su niñita, en todos los cursos técnicos posibles.
Fue así como Altagracia, la adolescente, la hija de Altagracia, cursó la mecanografía y la taquigrafía en el instituto Gregg, donde fue captada para impartir docencia de taquigrafía, lo que ocurrió por algunos años, hasta el día que se produjo aquella llamada.
-“Le llaman licenciada”- dijo a la directora, quien hizo una mueca en la cara mientras preguntaba en una pantomima entendible y graciosa, susurrando,
-“¿Quiéeeen?”- en tanto abría ambas manos como cuando al rezar los fieles piden al señor.
Todo ocurría en la pequeña oficina de la dirección del instituto, la directora estaba conversando con dos alumnas y una profesora
. -“Doña Tatá, del Cones”- respondió la secretaría mientras tapaba el auricular del teléfono con su mano izquierda.
De inmediato la directora caminó hacia el teléfono para atender la llamada. Doña Altagracia Bautista de Suárez era de las principales soportes del instituto y pocas veces llamaba, así que no podía darse el lujo de hacerle esperar.
-“Tenemos a la persona indicada doña Tatá. Es nuestra profesora de taquigrafía, pero espero que le permita seguir dándonos las clases aquí”- Se oyó decir a la directora antes de colgar.
Caminó unos pasos hasta cruzar la puerta y el pequeño pasillo que daba a una de las aulas del instituto. Abrió la puerta y la profesora que impartía docencias se silenció con su entrada.
-“Altagracia, dame un minuto por favor, ven a la dirección, disculpen estudiantes”- decía esto acompañado de una dulce sonrisa.
Cerró la puerta y volvió a la oficina.
Para cuando volvió ya las estudiantes y la profesora se habían retirado y la secretaria tenía la cabeza metida en unos archiveros buscando alguna información. Se sentó en su escritorio al tiempo en que la profesora requerida segundos antes hacia entrada.
-“Altagracia, es tu día de suerte, la señora Altagracia Bautista de Suárez, presidenta del Cones necesita una secretaria que trabaje de ocho a una de la tarde, y te sugerí a ti, podrás seguir dando clases aquí en las tardes y tendrás seguro”-. Decía esto mientras sus ojos se abrían, como cuando se da una buena noticia y se crea una deuda.
La otra Altagracia, doña Tatá, era la Presidenta del Cones, la predecesora del Mescyt, el Consejo Nacional de Educación Superior, y fue nombrada allí por el mismísimo presidente Dr. Joaquín Balaguer, un gobernante con un mandato de duración de rey, quien le tenia mucho respeto a doña Tatá, pues esta era un ejemplo de honestidad, entrega, capacidad y erudición pocas veces vistos, una gran funcionaria y mejor ser humano.
Altagracia, la entonces adolescente, la hija de Altagracia, empezó a trabajar como asistente de doña Tatá por su amplia pericia en taquigrafía, que era indispensable para los constantes dictados de doña Tatá. No era fácil llevarle el paso.
Altagracia, la adolescente, destacó en el trabajo, y su afabilidad hizo sintonía con la otra Altagracia, Tatá, la doña, quien la trató como una hija más.
Altagracia, la adolescente, creció, se hizo mujer, una mujer que trabajaba duro y estudiaba. Que emprendió varios negocios que parieron un modesto patrimonio, casó e hizo familia. Pronto se graduó de contadora. Escaló, ascendió laboralmente, y varios posgrados y trabajos después, que incluyeron al Banco de Desarrollo Agropecuario, la Superintendencia de Bancos y el Banco Nacional de la Vivienda, obtuvo por medio de concurso de expedientes, un trabajo en la Procuraduría General de la República.
A Altagracia, a esa Altagracia, nadie le llamó jamás Tatá, su vida fue demasiado sobria para adjuntarle un apodo.
Cartas credenciales de cada trabajo, una vida llena de logros menores, emprendimientos que le dieron una vida superior a la de su Altagracia madre, le auguraban una vida como su madre aspiró.
Adquirió un apartamento por medio a financiamiento bancario antes de llegar a la Procuraduría. Junto a su esposo abrió un pequeño negocio de préstamos a choferes de diferentes rutas, la economía mejoró.
Ese negocio posibilitó la apertura de un laboratorio de diálisis, y junto a los ingresos por sus salarios sumados, pudieron adquirir su apartamento y una pequeña casucha en el campo, de unos treinta metros por cincuenta, todo previo a su ingreso a la Procuraduría.
Altagracia, la hija de dos Altagracia, es tenida entre sus conocidos como alguien correcto, como un ser humano honesto.
Sin embargo, un día de Junio, un mal día de Junio, Michell, su mejor amiga llegó afanada a casa de Altagracia, había sido informada de que en horas de la madrugada, Altagracia Guillén Calzado, la hija de Tatá, no se había librado del todo de la mala suerte de Altagracia Calzado, y junto a otras personas con las que solo tenía el nexo laboral, el hecho de haber pertenecido a la misma entidad pública, Altagracia era acusada de haber distraído en su favor materiales de construcción que usó para construir su casucha en el alejado monte, sin que haya una sola prueba de que eso haya ocurrido, y contando la historia de que lo que adquirió, con dinero que dejó huellas en las entidades bancarias y las ferreterías de compras, había sido fruto de desvíos de materiales desde el lejano Salcedo hacia la no tan cercana Monte Plata, en una ilógica enorme pues el costo del transportar los supuestos materiales haría más costosa la gratuita adquisición que si se compraran los mismos.
Y así, sin ser parte de comité alguno de compras y contrataciones de esa dependencia, sin haber tenido posición directriz, Altagracia era acusada también, de influir en el resultado de las licitaciones, sin que por igual, haya un solo elemento de pruebas de tal ocurrencia, y sin nunca haber pisado el despacho del ex procurador o ser partícipe de ninguna reunión cercana, pues sus funciones y posición de cuarto rango no permitían eso, le adicionan una cercanía cómplice con el alto mando de la institución, la igualan en una imposible e irracional asociación de malhechores.
Altagracia era un peón, una ficha arriesgable, sacrificable, un ente sin importancia sistémica que solo servía para llegar a un objetivo, para alcanzar a otro alguien. La usaron. Como a Miguel José Moya, la pusieron a elegir mentir o sufrir el reiterado karma que su madre padeció de cotidiano. No entendió razón, porque nada razonable abonaba su nuevo destino. Era solo un nombre engalanado de muchas mentiras para lograr herir al verdadero blanco.
Sus hijos, desvalidos, solos, nuevos huérfanos momentáneos de madre enterrada moralmente; con corifeos de gente con sed de sangre, que no razonan, que no alcanzan a ver al humano humanamente, en un ejercicio de justicia injusta. Altagracia, nueva víctima de la injusticia, con la cómplice participación de la misma sociedad a la que le sirvió y apoyó, finalmente entendió con dolor el significado de ‘debido proceso’ y la necesidad de su respeto, lo que en su caso no se dio.
Altagracia Guillén Calzado, la más joven, la hija de dos Tatá, era llevada a medida de coerción ante una justicia direccionada.
Altagracia creyó, en su desconocimiento del derecho, que había salvado la situación porque le era ordenada al final de la audiencia un arresto domiciliario, sin saber que era la misma prisión solicitada, solo que a su entero costo.
Altagracia, la madre de Altagracia, había muerto en el año 2006 a causa de un terrible, doloroso y despiadado cancer que no le permitiría pasar a otra vida sin revivir sus angustias ordinarias.
Su vida fue pesarosa. Por eso no fue testigo dolida del calvario de Altagracia, su hija, quien a pesar de ser inteligente y preparada no pudo entender la contradicción manifiesta por su embrionaria juzgadora en su fallo.
Y es que esta dijo haber excluido para su valoración a la ‘única’ prueba, que no era tal, que fuera presentada contra Altagracia por el órgano acusador (numeral 10, pagina 76 de 80 de la medida de coerción), y sin embargo le redujo a prisión domiciliaria e impedimento de salidas del país, lo que es en sí también otra contradicción, ¿O caso una prisión domiciliaria no es un impedimento de salir a cualquier otra parte?
Al ser llevada a su hogar, que ahora sería también su prisión, acompañada de tres agentes del servicio penitenciario, Altagracia subió las escalinatas hasta el cuarto piso. Cada escalón significó un peldaño de lejanía de su acostumbrada vida, un paso al encierro.
Miles de pensamientos se le agolpaban, casi no notó el trayecto que sin embargo le representaba angustia y el inmenso deseo de ver a su pequeña hija.
Tenía deseos de abrazarla y jamás soltarla. Al llegar a su puerta, Altagracia, hija de dos Altagracia, se bajó a tomar algo que brillaba. Hundido entre los hilos de la alfombra, casi imperceptible, levantó lo que resultó ser una pequeña medalla a la qué pasó el dedo pulgar de la misma mano con que la sujetó para limpiarla, y vió que en ella, casi borrada, se percibía la imagen del rostro de la Virgen de la Altagracia.