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Padre ausente y causante de daños múltiples

Por: Valentín Medrano Peña
El día de la audiencia me atrapó turbado por haber hecho coincidir varios compromisos con la hora pautada para la misma en la Corte de Apelación Penal de Santo Domingo. Tendría que apurar el paso para al menos no fallar en todas.

Para no ser contradictorio con mi discurso me negué a la audiencia virtual cuando la secretaria me contactó y notificó por vía telefónica. Y llegué unos minutos antes a la sala de la Corte que está en un tercer nivel de un edificio ajustado forzosamente para las audiencias penales, a lo que eran las audiencias, las que no quiere el Dios Luis Henry.

Lo de llegar antes no es mi estilo, pero no podía darle ninguna excusa a los dioses de la virtualidad.

Para mi no muy grata sorpresa, la presencialidad que me ofertaron como accesoria en la convocatoria no era tal. Un monitor de 15 pulgadas negro con una cámara, un pequeño mouse y sin teclado eran el tribunal. Le faltaban el respeto al Cristo y la cruz insertos en escudo que yacía unos pasos atrás de la modernidad inhumanizante.

Tuve que esperar, como si fuera a propósito, como si fuera el resultado de mis críticas constante a lo que considero inconstitucional e ilegal, mi audiencia fue enrolada de última de entre diez fijadas para la fecha.

A poco de estar allí fueron trasladados tres prisioneros de dos procesos diferentes, ambos de homicidio. Y entre las entradas y salidas que hacía el tribunal virtual, que supongo era porque estaban interconectando con sus audiencias virtuales, dejándonos solo con la pantalla en negro, sin podernos informar de lo que acontecía, en la nueva visión de “publicidad” a la que están obligadas las audiencias penales. Nunca supe que ocurrió con las demás audiencias, pero si fui testigo de algo que me impactó.

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La audiencia del imputado que estaba solo en su proceso fue aplazada porque su abogado no pudo conectarse, con mucha dificultad técnica culminaron con la misma y se volvieron a sumir en la nada procesal.

Mientras la pantallita estaba en negro, y se habían llevado al preso sólo, presté, sin buscarlo, atención a la conversación que tenían los dos mozalbetes que componían el rol por venir. Eran dos jóvenes de no más de diecinueve años, culpados y condenados por el homicidio de un oficial de policía. Los jueces de fondo le impusieron treinta años.

Lo que en realidad llamó mi atención fue que la conversación que ya tenían entre ellos, ahora la dirigían a su custodia policial que estaba parado en posición militar de forma tal que pudiera verlos a ellos, que estaban sentados, de costado y de espaldas, por lo que para incluirlo en la conversación debieron dar giro a sus cabezas a unos cuarenta y cinco grados y elevar el volumen de la voz que hasta ese momento era casi imperceptible.

Hablaban del hecho, de la razón por la que estaban condenados. Y sin ningún rubor daban detalles de sus múltiples atracos, de los muertos dejados en un camino que pintaron de orfandad, de las hookas que fumaban y de las muchachas que alentaban esas acciones. No había en ellos una sola pisca de arrepentimiento. -“Miralo a él, no tiene ni cien libras, y entonces el policía ese, cuando él lo fue a atracar debió dejarse atracar y todo quedaba ahí, pero el le fue pa’ encima y le dimos pa’ abajo”- dijo uno como queriendo a la vez intimidar a los presentes, salvo el hecho que reía gustosamente, con risa de niño que juega plácidamente, lo que produjo un coro de risas casi celestiales entre los dos que ahora yo veía como despreciables matones.

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Salí de la sala para contener la respuesta a mi indignación. El abogado Harold, que había llegado incluso antes que yo, pero que había salido, se había unido a la conversación y les reprendió diciendo que por eso ahora estaban en La Victoria, a lo que dieron respuestas con gestos que querían significar, al menos así lo interpreté yo, que no les importaba.

Al salir yo, una mujer joven, de no más de cuarenta años, entró a la Corte, ya yo había tomado asiento en uno de los bancos dispuestos en el pasillo cuando ella asomó a la puerta de entrada a la sala de audiencias donde aún permanecían los dos presos junto a su custodia, Harold el abogado y José Beato que era el querellante a quien yo representaba.

Desde donde yo estaba sentado podía ver a los dos jóveneshomicidasconfesos sentados. La señora me miro y dijo: -“Ese es mi hijo, el de el polo shirt verde, ¿Puedo hablar con él? Quizá la toga nos da a los abogados la apariencia de autoridad. Le indiqué que podía hablar con el oficial para que se lo permitiera, pero antes de que ello ocurriera, la mujer con clara incontinencia verbal me relató su vida. Embarazada de padre ausente en todos los términos, criando a un niño que fue bueno hasta que la juntiña con ese maldito se lo cambió, los jóvenes se criaron juntos, no eran adictos a drogas, cosa que ellos también habían manifestado, solo hookas, y tenían un afán de vestir lindo y caro. Su hijo siempre preguntó por su papá, quería saber como era, que era, y ella nunca tuvo el valor de decirle que era un policía primo de ella con el que tuvo un fugaz romance, y no sé porque me lo cuenta a mi.

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Su joven hijo, su hijo asesino, cuando se percató de su presencia asintió con la cabeza como muestra de saberla ahí, y se dirigió al custodia diciendo: “Ey papá, déjeme entrar a la vieja pa’ que me pase un dinero”, ya se había referido a Harold con el mismo mote de “papá”, quizá porque es un modismo recurrente entre los jóvenes, o quizá porque siempre necesito y no pudo decirle a alguien esa palabra. Quizá le faltó un papá para que impidiera, desde antes, que los hechos luctuosos que cometió, ocurrieran.

Feliz Día del padre presente, el ausente, se puede apreciar en este relato real, causa daños.

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