
La tragedia de Babá, la de ojos saltones
Por: Valentín Medrano Peña.
No se nace de inmediato ni se muere de una sola vez y en un solo acto. Yo viví en cada vida coincidente y morí en cada uno de mis muertos. Talado de a poco. Viviendo muriendo, muriendo al vivir.
Recientemente murió Lilin Ozuna quien fuera madre de Lolo quien le precedió en muerte, antes había muerto Moñito la madre de los beato, tan protagónicos en mis recuerdos, a ellas precedieron Sigüa (Aybón), Rubio, Bobito, Moreno, Naná Cadito, tía Lucía, Lola, Ñoña, don Esperanza, Chea, Alfredito (el Pachá), Javier, Vidal, Noris, Dolores, Pedrito, el Indio, Manuelico, Mingo, María, Blanca, Australia, Biembo, y mi Papá. Cada uno con historia propia y talados personales, cada uno y otros más, pintaron mi existir y horadaron mi alma para construirme. Son historias pendientes de ser contadas, narraciones de ellos y mías, vidas nuestras, pues no soy sin ellos.
Nunca conocí su nombre real, tampoco la combinación de sus apellidos. Nació para pasar desapercibida, para que ningún poeta se inspirara en ella o que un juglar alguno narrara sus días difíciles.
Apenas recuerdo aquel abrazo que jubilosa me dio. No recuerdo la razón ni la edad que teníamos, solo sé que yo era un niño al que elevó rápidamente desde el suelo a la altura del dintel de nuestra casa de un cinc calentado por el veraniego sol. La súbita subida me hizo buscar aire y moverme torpemente queriendo asirme de un lugar seguro. Mi mano derecha rozó su cara y cabello y de bajada me acompañaban lagrimas y sustos. Es ese el más lejano recuerdo que de Babá tengo y uno de los primeros recuerdos de mi existir.
Babá era nuestra prima. Una hermosa morena de ojos de lechuza, demasiado repetida, demasiado común para ser notada. De mediana estatura y nariz un tanto refinada. Sus facciones eran la perfecta combinación de negra caribeña de pomposas sentaderas con fina nativa indú tostada no al puro sol sino al resplandor. Amaba la naturaleza, sobre todo a las mariposas, soñaba viajar al sudeste asiático para conocer a la mariposa Atlas, que conoció en una revista reusada que encontró tirada en un citadino bote de basuras y la adoró.
Yo aún no conocía de amistades, deseos u odios, no había visto aún el esplendor del cielo azul infinito ni los nubarrones que le cambian su faz, no había visto un arcoíris y para la fecha deploraba los mimos y abrazos, y ahí, junto al ser por construir, junto al yo por ser, estaba Babá, siendo Babá en la locura de su plena y controlada juventud, en el desconocimiento de sus tragedias por vivir, las que también me talarían.
Lucia aún vivía para entonces, era su madre y la matrona de una familia mayormente conformada de mujeres. Todos vivían para entonces, todos talados por muertes precedentes, tendrían luego que morir para talar su entorno, y a mi.
Babá encontró el amor de manos de un descendiente de noble negro inglés, un profesor de matemáticas con modales educados y elegante caminar, era el modelo del panameño cantante Basilio que se paseaba con parsimonia por las polvorientas calles de Andrés, Boca Chica predicando perredeismo. A poco se mudaron juntos y procrearon rápidamente tres hijos, una hembra de primera y un confundido pichón de superhéroe que asumía para sí la necesidad de venganzas de sus conocidos. Estaba bien para una época anterior, pero para cuando fue adolescente ya las disputas no se resolvían a las trompadas sino a balazos.
Babá devino en madre soltera y se embarcó en una serie de ocupaciones para subsistir y mantener a sus hijos. Lavar, planchar, vender chucherías y helados artesanales, lo que fuera para llevar el pan a la mugre mesa.
Sus embarazos trajeron al mundo a sus hijos y se llevaron mucho de ella, algo cambió, ella cambió del todo, cambió con todos, cambió todo, menos su amor por sus hijos y la necesidad de alimentarles. Su risa fue borrada, sustituida por una fotografía imperturbable de preocupación facial, sus ojos ahora más saltones y su andar más sigiloso, daban siempre la impresión de estar escondiéndose. Al preguntar por ella se solía decir que trabajaba de doméstica en una casa en la capital. Se convirtió en un fantasma nocturno, una especie de criatura de la oscuridad, que vivía como las criaturas con visión nocturna.
Una noche me crucé con ella y no pude lograr estar más cerca de unos veinte metros, corrió despavorida en una dirección contraria a la que antes caminaba, no fui yo quien le ahuyentó, siquiera pudo verme, uno de sus antagonistas o la figura en relieve del mismo le hizo hacerme perder la única oportunidad que tenía de agradécele por todo el amor que otrora me dio, para cuando volví a verla ya estaría consumada su tragedia.
Hay tanto que decir, tantas anécdotas, tantas atenciones, tantos cuidos adeudados, tantas palabras por decir sin escenarios ni audiencia. Todo se taló.
Una fría e inhabitual mañana decembrera, mucho antes de despuntar el sol, Babá abordó un autobús a la capital. Dejada en las proximidades del Parque Independencia, el kilómetro cero de la nación, se dirigió a las comerciales vías de la calle El Conde, y al llegar a una de las esquinas más transitadas por peatones cambió súbitamente su aspecto y actitud. Dibujó una triste y forzada sonrisa en sus labios, ató un pañuelo a su cabeza, se hincó en plena terraza y extendió a su frente una pequeña olla, movió sus ojos dando la constante impresión de un trastorno ocular y extendió su brazo derecho en forma de plegaria mientras se apoyaba con la palma de su mano izquierda que fijó contra el suelo. Durante algunos años Babá se había convertido en pedigüeña de la calle El Conde.
Ese día hubo poco insultos de los transeúntes y menos dinero, una niña extranjera que andaba con sus padres y un hermano adolescente mayor, convenció a sus papá de que le dieran un poco de dinero que depositó en el ánfora de Babá, un par de dólares que de inmediato pensó cambiar donde Bolívar. Caía la noche y decidió que era suficiente por esa jornada, contó el dinero y lo ató al pañuelo que retiraba de su cabeza. Caminó bajo los letreros ya encendidos de las tiendas, huidiza, en zigzagueantes e intempestivos movimientos como eléctricos.
Abordó el último asiento del autobús y se dirigió a casa. Había un pequeño entaponamiento a la cabeza del puente Duarte que les demoró una media hora. Luego de ello el autobús surcó el camino por toda la autopista Las Américas que a esa hora no dejaba ver la hermosura del imponente Mar Caribe.
Al llegar a la parada de Andrés, antes de entrar al pueblo, Babá bajó del autobús, solía hacerlo así para no descender en lugares muy poblados, y de inmediato se perdía entre los laberintos de callejones hasta su cambiante hogar.
Esta vez había algo diferente, inmediatamente bajó la esperaba su hija, tenía la encomienda de hacerle saber que su hijo, su varón mayor, el auto asumido heroe Cachimbo, había sido fatalmente herido. Por su mente pasó toda su vida. Se situó en su más hermoso momento, aquella maternidad socorrida por comadronas del sector y el llanto de acogida de aquel pequeño ser que jamás se le distanció. Las lágrimas que solía fingir en su pedigüeña labor hoy no cursaron el demasiado común derrotero. No lloró, no gimió, no mostró emoción alguna, solo voló a su interior, vio todo de forma diferente, con una inteligencia jamás asumida en los actos de su vida, vio sus taladas realidades, vio nuestras vida y vio más, vio mucho más, vio la luz y entendió todo. Se le oyó decir: “Mariposa Atlas”, mientras sus ojos se iluminaron de un triste asombro, y por un rato parecía ser que veía una mariposa volar, en tanto su rostro se encendió y sonrió.
Calló y cayó a la tierra misma que animó todo su existir. Murió de inmediato, no podía perderse un solo minuto de la existencia de su hijo amado, tenían que vivir esa experiencia juntos.
A la mañana siguiente fui a dar mis condolencias y a dármelas a mi mismo. El triste encuentro con Babá y Cachimbo, el apodo que le pusiera el abuelo Memé al crecer, terminaba en llantos sinceros, en incomprensiones, en la falta de aquella luz que iluminó por postrera vez los saltones ojos de Babá.