
Los ataúdes del concejo de regidores
Por Ramón Peralta
Relato inspirado en una mañana maldita de junio
Aquella mañana de domingo, en el maligno mes de junio, el asesor despertó con una náusea profunda, densa, que no provenía del estómago, sino de lo más hondo del alma. Una opresión invisible le estrangulaba el pecho, como si un espectro se le hubiese sentado encima durante la noche.
No había podido dormir. Los rostros de los nuevos regidores, aquellos jóvenes que en el año 2020 surgieron como promesa para sustituir a una parte de los viejos corrompidos, desfilaban por su mente con sonrisas falsas y ojos opacos. Aquella renovación que en su tiempo pareció justa por no decir necesaria terminó siendo una burla cruel del destino. En pleno año de pandemia, cuando todo se suponía que iba a cambiar, fueron expulsadas algunas manzanas sanas, y en su lugar, entraron otras, lustrosas por fuera y podridas hasta el corazón.
Para el 2024, el proceso había culminado: el concejo municipal era ahora un griterío de juventud sin virtud. Jóvenes de mañas antiguas, vendidos por monedas envilecidas, actuando como abogados del diablo, aprobando cada atrocidad del alcalde, un hombre que cada semana inventaba una nueva diablura en nombre de Dios.
El asesor, ya con 60 años, se miró al espejo y sintió cómo la culpa le punzaba la conciencia. Hacía 16 años, con apena 44 primaveras había decidido retirarse de las aspiraciones electivas para “dar paso a la juventud”. ¡Vana decisión! Cedió el paso a quienes no venían a servir, sino a saquear; no a fiscalizar, sino a encubrir; no a conocer la ley, sino a burlarla.
La estrategia de la nueva camada era clara: fingir ignorancia para justificar la traición. En nombre de la oportunidad para los jóvenes, se habían pisoteado décadas de preparación, descartando como basura a quienes esperaron su turno con dignidad. Hoy, esos ignorantes vestidos de concejales parecían más bien tarjeteros de esquina, o mercaderes de sustancias prohibidas, lucrándose sin pudor con la desgracia ajena.
Y en esa mañana maldita, el asesor comprendió con dolor que la verdadera revolución ciudadana no vendrá ni de los jóvenes ni de los viejos, sino de aquellos pocos que conocen la ley y tienen el valor de aplicarla.
“Ni viejo ni joven”, murmuró entre dientes. “Honesto. Que conozca la ley. Y defienda el dinero del pueblo”.
Salió de su casa buscando en el aire una cura a la putrefacción moral que lo atormentaba. Pero apenas alcanzó la avenida más cercana, un hedor insoportable lo golpeó con furia. Era una mezcla abominable de basura mojada y excremento humano. Buscó la fuente, y al mirar al sur, la vio: un contenedor desbordado, devorando la acera. Era un símbolo, una alegoría tangible de su pensamiento: la podredumbre institucional ocupando el espacio público.
Giró hacia el norte, tratando de escapar, pero sus pasos como guiados por fuerzas siniestras lo llevaron hacia el norte, por una avenida donde dos ataúdes reposaban sobre el pavimento como bestias anaranjadas y mudas. De ellos emanaba un olor penetrante, a carne muerta, a destino truncado, a corrupción sin entierro.
El asesor se detuvo junto a un poste de luz. La náusea se apoderó de él, sin piedad. Vomitó ahí mismo, en plena vía pública, mientras unos transeúntes lo miraban con espanto. Avergonzado, maldijo al demonio que había instalado aquellos féretros pestilentes como monumentos de la decadencia y el desorden institucional.
Tomó un taxi de regreso. Al llegar, se sumergió en la ducha como si pudiera arrancarse la corrupción con agua caliente. Pero no hubo alivio. El hedor estaba en su mente, pegado a su espíritu, como si algo más allá de lo físico se hubiese contaminado.
Mientras se secaba, el celular vibró. Una nueva notificación el concejo de regidores había aprobado, sin discutirlo, una nueva compra de ataúdes. No se detalló cantidad, ni necesidad. Era un cheque en blanco. Un pacto tácito con la muerte.
Entonces lo comprendió todo. No eran jóvenes ni viejos. Eran cadáveres morales. Y los ataúdes no eran solo objetos, eran símbolos de la conciencia enterrada, de la fiscalización muerta, del alma del municipio sepultada bajo firmas compradas.
Con el cuerpo tembloroso y el alma encendida, el asesor juró en silencio, haría hasta lo imposible para evitar que esos cómplices del demonio vestido de verde y morado siguieran legislando contra el pueblo.
Lo único imposible se dijo con amargura era que en el 2028 se presentara como candidato a regidor