
El último pasajero
Por Ramón Peralta
Miguel Ángel hablaba por teléfono en el taxi que había tomado en el aeropuerto. Su destino era su hogar, a cincuenta y ocho minutos de distancia. Mientras conversaba, un escalofrío recorrió su espalda: la Muerte se había aparecido, decidida a llevarse tanto a él como al taxista.
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El vehículo se deslizaba erráticamente de un carril a otro. El conductor aceleraba de manera frenética, solo para frenar bruscamente y volver a pisar el acelerador con furia endemoniada. Miguel Ángel, alarmado, le preguntó en tono enérgico qué le sucedía y por qué conducía de esa manera. El taxista respondió con un murmullo ininteligible, un sonido gutural que erizó la piel de Miguel Ángel. Fue en ese instante cuando comprendió la verdad: el hombre estaba sufriendo un accidente cerebrovascular. El final era inminente; en menos de un minuto, el vehículo impactaría y ambos perderían la vida.
En una fracción de segundo, Miguel Ángel vio desfilar en su mente las últimas dos semanas de su vida, los eventos que lo habían llevado hasta aquel momento fatal. No habría tiempo para el arrepentimiento, y los pecados que cargaba sobre sus hombros sellarían su destino lejos del paraíso.
Dos semanas atrás, antes de viajar de Miami a la República Dominicana, se había sometido a rigurosos estudios y tratamientos médicos. Su corazón había crecido más de lo normal, una condición alarmante. Su médico le recomendó no viajar, y en caso de hacerlo, evitar cualquier tipo de estrés. Pero, como suele ocurrir, Miguel Ángel hizo exactamente lo contrario.
Al aterrizar en Santo Domingo, se dirigió al hotel en el que solía hospedarse, solo para descubrir que había cometido un error de cálculo: su reserva era para el día siguiente. Se vio obligado a buscar otro alojamiento y pasar la noche en un hotel que, desde el inicio, le pareció miserable. El servicio era deficiente, la habitación, claustrofóbica. Cuando la noche cayó, el horror comenzó.
Cadenas arrastrándose. Susurros. Quejidos apagados, como si almas torturadas se lamentaran entre las sombras. Encendió la luz, y todo enmudeció. Pero al apagarla, los gemidos volvieron con mayor intensidad. Su piel se erizó; un sudor frío le recorrió la espalda. Intentó dormir con las luces encendidas, pero cada vez que cerraba los ojos, estas se apagaban solas. Presa del pánico, huyó de la habitación y se refugió en un mueble del lobby. Pero el sueño no llegó.
Afuera, en la madrugada, el estruendo de disparos irrumpió en la quietud nocturna. Un hombre, enceguecido por los celos, había intentado asesinar a su exesposa.
A las cinco y cuarenta y cinco de la mañana, Miguel Ángel salió a caminar. Observó a personas que se dirigían a sus trabajos y a otras que trotaban para ejercitarse. Justo cuando regresaba al hotel, una llovizna suave, casi etérea, cayó sobre su cabeza. No imaginaba que aquella brisa humedecida era tan peligrosa como la misma Muerte.
A las siete de la mañana, lo recogieron. Apenas se cepilló los dientes, tomó su maleta y salió del hotel sin despedirse. La mala noche había arruinado su humor. Se detuvieron en una famosa cafetería a desayunar, pero el servicio fue desastroso. Mientras esperaba su orden, una tos seca y persistente comenzó a apoderarse de él. La lluvia matutina había dejado su estrago: una gripe comenzaba a gestarse en su cuerpo.
Al llegar finalmente al hotel donde siempre se hospedaba, sintió un alivio temporal. Aunque durmió largas horas, la gripe no cesaba. Se vio obligado a cancelar las reuniones de negocios que tenía programadas en Santo Domingo.
A la noche siguiente, la fiebre alcanzó los treinta y nueve grados. La tos era insoportable. Cuando llegó el día de su regreso a Miami, el viernes, su estado de salud lo forzó a cambiar su vuelo. Lo reprogramó para el lunes a las seis de la mañana. Nueve días en Santo Domingo. Justo los días de duelo que se otorgan a un muerto antes de despedirlo.
Cada día, su teléfono sonaba con insistencia. Llamadas de Miami, compromisos que no podía posponer. La reunión más importante era el lunes a las diez de la mañana, cerca del aeropuerto. Por ello, el vuelo de las seis de la mañana era perfecto. Aterrizaría a las ocho y cuarto, y tendría tiempo suficiente para desayunar antes de la cita.
A las tres y cincuenta de la madrugada, abordó el vehículo que lo llevaría al aeropuerto. Su chofer, eficiente, lo esperaba desde las tres y siete.
En la avenida San Vicente de Paúl, un vehículo surgió de la penumbra con la impetuosidad de un borracho errante, intentando rebasarlos con temeraria osadía. El chofer, acorralado por el ímpetu del acero y la fatalidad, viró bruscamente hacia la derecha. Mas el destino, siempre ávido de infortunios, le tendió una trampa: una caja mamey, erigida por el ayuntamiento como un monolito siniestro, aguardaba inmóvil, insensible a la tragedia que provocaría. El impacto fue leve, un roce apenas, pero su funesta consecuencia se manifestaría en breve.
Apenas avanzaron unos metros cuando el vehículo comenzó a estremecerse con un temblor lúgubre, como si un espíritu maligno le aferrara las entrañas. Se vieron obligados a detenerse. Al descender, la verdad se reveló con una frialdad implacable: el neumático delantero, del lado del pasajero, yacía desinflado, víctima silenciosa de la colisión con aquella caja infernal. Pero el horror no terminaba allí. Al buscar las herramientas para el cambio, la desesperación les invadió como una oscuridad espesa y sofocante: el vehículo, desprovisto de auxilios, los condenaba a la inmovilidad, atrapados en la telaraña del infortunio.
Entonces aparecieron ellos.
Dos jóvenes de aspecto cadavérico, sus rostros consumidos por los estragos del crack. Se acercaron con una sonrisa hueca, ofreciéndose a ayudar. Trajeron un gato hidráulico y llaves para desmontar la rueda. En cuestión de minutos, el problema estaba solucionado. A cambio, pidieron una propina generosa, suficiente para comprar la sustancia que les permitiría olvidar su miseria por unas horas.
El chofer montó a Miguel Ángel apresuradamente y pisó el acelerador con la ferocidad de Frank Martin en «El Transportador». Miguel Ángel, asombrado, preguntó qué sucedía.
No hubo necesidad de respuesta.
Un disparo perforó la quietud de la madrugada. El eco del plomo en el aire lo dijo todo. El dueño del vehículo del que aquellos jóvenes habían robado las herramientas había decidido hacer justicia por su propia mano.
Y ahora, la Muerte los acechaba en el camino.
Al llegar al peaje próximo al aeropuerto, tomaron el paso rápido, pero la máquina no leía el código y no pudieron avanzar. Intentaron retroceder para cruzar por un carril donde pudieran pagar en efectivo, pero los vehículos detrás de ellos no se movían.
Tras diez minutos de tensa espera, un grupo de seguridad logró convencer a los conductores de atrás para que se movieran. Finalmente, pudieron cruzar por un peaje de efectivo. Sin embargo, al llegar al aeropuerto, la línea aérea ya había cerrado el abordaje; el vuelo estaba en su fase final de embarque.
Miguel Ángel, un hombre de setenta y cinco años, con sobrepeso, temperamento colérico y un grave problema cardiovascular que podía costarle la vida con cualquier disgusto, preguntó con una calma tensa a qué hora saldría el siguiente vuelo. Le informaron que había disponibilidad al mediodía.
Decepcionado, sintió que el mundo se le caía encima al comprender que la reunión más importante de su vida sería cancelada. No obstante, tras asimilar la noticia de que el vuelo de las 7:35 a.m. también estaba perdido, optó por calmarse. Su salud era su prioridad. Resignado, pensó en positivo: podría asistir a la reunión de la tarde después de dejar su equipaje en casa.
La mañana de aquel lunes se tornó larga y llena de incertidumbre. El personal de la aerolínea le explicó que quizá podría obtener un asiento en el vuelo del mediodía, pero no en primera clase, como había comprado.
Por su estado de salud, Miguel Ángel viajaba exclusivamente en primera clase. Solo le permitían trayectos menores a tres horas y, durante el vuelo, debía levantarse cada sesenta minutos para estirar las piernas durante al menos dos minutos.
Cuando finalmente abordó, no sabía si saldría vivo de aquel pájaro metálico. Le asignaron el asiento A de la última fila: no se reclinaba y era estrecho. La angustia se instaló en su pecho. Sus dos compañeros de fila, dos haitianos que fingieron no hablar español, se negaron a cederle el asiento del pasillo, a pesar de sus evidentes problemas de salud. Una vez que el avión alcanzó la altitud de crucero, ambos fingieron dormir para evitar cederle el paso cuando necesitaba ir al baño. La incomodidad y la impotencia lo asfixiaban.
El aterrizaje en Miami se sintió eterno. Los minutos previos a la apertura de la puerta parecieron dilatarse en el tiempo. Cuando por fin pudo salir, último entre los pasajeros, corrió al baño. No llegó a tiempo. Sus pantalones ya estaban mojados.
Afuera del aeropuerto, esperó por varios minutos un taxi. Finalmente, vio a un conductor que se disponía a terminar su jornada; estaba agotada y solo quería ir a su casa, que quedaba a cerca del aeropuerto. Miguel Ángel le insistió, ofreciéndole más dinero del que marcaba la tarifa.
El taxi que tomó en la autopista no era un simple transporte, sino una barca infernal, conducida por un hombre cuyo corazón también había sido reclamado por las sombras
Salieron por la Le Jeune Expressway. En la 836 West, Miguel Ángel vio la muerte demasiado cerca, pero se negaba a morir. El vehículo zigzagueaba de un carril a otro sin control, acelerando como si fuera parte de una escena de «Rápido y Furioso». Quiso moverse, pero su sobrepeso y su precaria salud lo mantenían prisionero del asiento.
Un frenazo violento, seguido de una aceleración extrema, impulsó su cuerpo hacia adelante. Desde la parte trasera, Miguel Ángel notó algo aterrador: la mitad del cuerpo del conductor estaba inmóvil. Un ACV la había atrapado en pleno trayecto. La sangre le heló las venas.
Sin fuerzas para levantarse, su mente trabajó rápido. Un paraguas olvidado por algún pasajero en el asiento trasero fue su salvación. Con esfuerzo sobrehumano, lo utilizó para mover el volante a la derecha. A menos de cincuenta metros de una colisión mortal, logró alcanzar el freno de emergencia. El vehículo derrapó fuera de la autopista y se detuvo de golpe.
El 911 llegó rápido. Le colocaron oxígeno al conductor y lo trasladaron al hospital.
Cuando Miguel Ángel llegó a casa, dio gracias a Dios por un día más de vida. Sintiendo una extraña paz, se acostó con la certeza de que perder su vuelo por la mañana y todos los inconvenientes sufridos no habían sido en vano.. Agradeció a Dios por su clemencia, por haberle permitido ser un instrumento de salvación para aquel desdichado conductor.
Mientras Miguel Ángel descansaba plácidamente, convencido de su heroísmo, la hija del conductor lloraba en el hospital. Su padre había muerto. Horas antes, ella lo había llamado para recordarle que debía volver a la casa a tomarse su pastilla del corazón. Él intentó regresar a su hogar, pero aceptó un último viaje de un pasajero insistente. Un viaje que lo llevó directo a la muerte.