La ciudad de Dios
Por Ramon Peralta
En el infame pueblo de las gigantescas letrinas públicas, cuyas emanaciones nauseabundas se diseminan a más de doscientos metros de distancia, los habitantes subsisten entre un criadero de ratas sin igual, un espectáculo que eclipsa incluso los barrios más miserables de la dantesca París, durante la era de los miserables descritos por Víctor Hugo, o las alcantarillas de la Nueva York en tiempos de la Gran Depresión, que nunca albergaron tal plaga. La podredumbre de las basuras descompuestas, acumuladas en contenedores putrefactos, da lugar a un hervidero de criaturas tan pestilentes que superan cualquier desastre imaginado.
Los ciudadanos, condenados a la proximidad de estos vertederos bochornosos legalizados por el tirano jefe, padecen en silencio. Mientras tanto, el déspota de la ciudad, en otros país disfrutando un grotesco festín de tequila y música machista, busca refugio en la lujuria obscena, cual Rey David contemplando la voluptuosidad de Betsabé desde su balcón. Así, lejos de la mirada del pueblo, el soberano se entrega en su doble vida a sus placeres carnales, mientras el sufrimiento de sus súbditos permanece ignorado.
En la penumbra de la corrupción, los legisladores del gobierno local, cuyo deber era proteger el legado de honor y justicia, prefieren mirar hacia otro lado. Su complicidad silenciosa permite al gobernador simular una aparente benevolencia sobre lo que en realidad es un horror que corroe la salud de la población.
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Lejos, a miles de kilómetros del pueblo moribundo, el gobernador, en un lujoso hotel extranjero, observa desde la distancia, a través de la fría pantalla de su computadora, el fructífero negocio que ha erigido sobre las ruinas de la salud pública. En la soledad de su resaca matutina, el tirano contempla con satisfacción los halagos de los comentaristas asalariados, contratados con fondos públicos para ensalzar su deshonra.
La megalomanía del gobernador del pueblo de Neomacondo, se alimenta de su propia mitomanía. Convencido de la grandeza que le infunde su imaginación, el infame gobernante vive en un mundo de espejismos y falsedades.
El martes 13, tras una noche de excesos, el gobernador que lleva una doble vida se despierta con una resaca tan implacable como la podredumbre que secuestra su pueblo. En su habitación del lujoso hotel, al lado de una joven cuya discreción se paga caro, busca alivio en un cóctel de amargo de angostura para aliviar los maleteares del jumo de la noche loca antes de ducharse con agua tibia. Al mirarse en el espejo, la creciente presencia de canas traiciona su tinte capilar.
Al medio día baja al restaurante con una biblia en la mano mostrando la personalidad que vende al mundo. Después del almuerzo, un camarero le facilita la dirección de un peluquero, y en la noche, con su cabello nuevamente negro gracias al arte del barbero, se dirige al aeropuerto. Mientras espera el abordaje, el legislador local a su lado le muestra fotografías del impacto devastador de los vertederos y, con voz cargada de preocupación, informa: «Señor gobernador, la gente de Neomacondo ya no soporta el hedor. Además, hay una epidemia de leptospirosis.»
Con una actitud de soberbia desmesurada, el gobernador responde: «Ese es un pueblo bendecido por Dios. Mientras yo sea gobernador, tendrán prosperidad y limpieza. ¿Acaso no has leído las redes sociales?»
El legislador, con un tono grave, replica: «Señor gobernador, la realidad es otra. El sufrimiento es palpable, y los elogios a su gestión están costando una fortuna en bots y propaganda. Los ciudadanos de Neomacondo no se sienten bendecidos, sino atormentados.»
Con una mirada severa y desdeñosamente superior, el gobernador observa al legislador por encima de sus lentes. «Tú no entiendes nada de la Biblia. Israel perdió su lugar desde que negó a Jesús como su salvador. Mi pueblo, en realidad, es la ciudad de Dios.»
El legislador local, consciente de la mitomanía que consume al gobernador, guarda silencio, resignado a la realidad de que su líder está atrapado en una tela de araña de mentiras autoimpuestas.