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Las manos que mancharon la flor

Por Ramón Peralta
Aquel fatídico lunes parecía un día normal, el escultor mágico se levantó de la cama sin contratiempo sin embargo sentía que una nube oscura como la noche se cernía sobre él en un día soleado como si de por si presintiera las heridas graves que le infringiría a una dama tan admirada por él como Léa Selina

En realidad, Anselmo no era escultor, aunque todos lo llamaban así. Era ginecólogo de profesión y cirujano por vocación, pero la delicadeza con que manejaba el bisturí y la ternura casi milagrosa de sus manos le habían valido en el pueblo el apodo de el escultor mágico, como si en vez de carne y sangre, moldeara arcilla divina

Hasta que un día conoció a Léa Selina una mujer con un cuerpo que parecía moldeado por la propia mano del señor, un color canela con una combinación de inteligencia y simpatía de una embajadora de la paz.

Una semana después de aquel fatídico lunes el escultor despertó sudado a la 4:13 de la mañana a pesar del frio que hacía en su habitación, esa madrugada había soñado con la muerte y la fragilidad de la vida, dos días antes había muerto inesperadamente una señora alegre que no sufría de ninguna enfermedad.,
Sudado y tembloroso sintió por primera el miedo de la muerte, miedo a morir sin pedirle perdón a ella por aquel ultraje, no quería el perdón de ella, solo quería humillarse y pedirle ese perdón, pero que ella lo negara, porque después de una vida totalmente integra durante 727 meses de existencia no debía cometer un solo error tan ruin. Un error que dañó toda su conciencia moralista

El escultor salió de su habitación y en un lugar solitario de la casa se arrodilló y en silencio dijo señor usted sabes mi secreto, sabe que soy escultor y artesano que con mis manos moldeo figura vivas y conoces más de centenares de casos exitosos en que en que mi mano moderaron el cuerpo de algunas donna que usted desde el cielo ha sido testigo y ha visto que uso eso poderes sanadores que me diste con honradez y ha comprobado en todos ellos los resultados positivo y la satisfacción de quienes pusieron su confianza en un hombre correcto.

El señor desde el cielo lo miraba impasible, pero por dentro su corazón mitad humano aceleraba, al recordar aquella mujeres felices y satisfecha que pasaron por la mano sanadora del escultor y como todas defendían con ardor ese hombre misterioso sin ambiciones a bienes materiales y con un poder esotérico que guardaba en secreto.

Dios de manera inquieta trataba de recordar que día fue que le otorgó ese poder a ese pequeño hombre, que nunca lo usó para provecho personal, hasta aquel lunes 28 en que perdió la cordura y el instinto primitivo de la sexualidad guío de manera torpe su mano

Mujeres hubo que se despojaron de pudores y ropas sin temor, confiadas en su experiencia. Y nunca, nunca antes, se quebró ese equilibrio

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Esa mañana del primer lunes de mayo el escultor con los ojos aguado y angustiado por su pecado murmura con una voz llorosa pide al señor que le de fuerza para vivir con ese pecado, Y empieza a narrar su pecado como Si Dio no lo supiera y admitiendo que no merece perdón, su voz suena como alguien que no desea la absolución, quiere darle al señor una explicación de su gran error sin negar su culpa , porque en su interior algo lo empuja a castigarse sin mediación de otros. La penitencia que se ha impuesto es dura, secreta, devastadora. Rehúye verla, no por desprecio, sino porque frente a ella su alma tiembla y se hace trizas.
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Había moldeado con su mano centenares de mujeres sin ninguna sensación y carente de todo deseo carnales.

Pero con Léa Selina fue distinto. Desde que la vio por primera vez una breve aparición, fugaz y desde un vehículo, en marzo o abril del año pasado algo inexplicable lo estremeció. No era belleza. Era una fuerza invisible. Un magnetismo sombrío, casi místico. Después hablaron por mensajes sobre un proyecto académico. Y cuando ella vino al país, él evitó verla. Ya presentía el peligro.

El día del trabajo artesanal, ese nefasto lunes 28, el consejero de la sombra llegó puntual. Con su mente libre de pecado y con el fin de hacer un trabajo respetuoso y de buenos resultado. Pero el aire del lugar estaba enrarecido, como si los ángeles hubiesen huido y solo quedaran sombras. Ella insistió en no vestirse de Eva como era habitual en los rituales artesanales, y optó por una pijama breve. Él accedió, quizá por respeto, quizás por cobardía. Y entonces, al verla así, sintió por primera vez en 4 décadas de trabajo artesanal que no tenía control de su cuerpo ni de su espíritu. Se volvió torpe, incapaz de seguir la lógica del oficio, y sus manos ya no obedecían al conocimiento, sino al desconcierto.

Intentó convencerse de que aquella criatura guardaba un dolor, un vacío que debía sanar. En la línea de sus manos, en la planta de los pies de Léa Selina , leyó signos de un mal invisible. Y eso lo llevó a continuar, cuando lo sabio hubiera sido huir.

Pero lo inenarrable ocurrió cuando, mientras moldeaba la figura, su mano, guiada por ese desorden emocional que lo tenía prisionero rozó la flor de manera accidental. Al principio fue apenas un roce, un temblor de aire sobre el mármol fresco. Luego, una osadía. Y aunque en su interior clamó por una señal de protesta que lo detuviera, nada ocurrió. Fue como si el mismo silencio que pesaba sobre él, se hubiese posado también sobre ella.

Por primera vez en su vida, el escultor trabajaba torpemente en un territorio prohibido. Sabía que no era correcto, que no se había discutido ni pactado, pero una fuerza sombría, de esas que vienen del fondo del alma o del abismo, lo empujó a usar su mano en esa zona silente.

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Cuando terminó aquella primera fase del trabajo, Léa Selina volvió en sí, se incorporó lentamente y le preguntó si era realmente necesario trabajar en esa parte. No comprendía por qué lo había hecho. Él, sintiéndose acorralado, usó el más vil de los argumentos: la mentira. No tuvo el valor de guardar silencio ni de decir la verdad, esa verdad que aún le ardía en la palma: que una fuerza invisible le había guiado la mano por el mal camino.

Esa noche, el escultor huyó sin moverse del sitio. La madrugada lo sorprendió despierto, recordando con horror que, tras el incómodo episodio, él y Léa Selina continuaron hablando como si nada hubiese pasado. Y en ese instante supo que no podría resistir una segunda cita. Comprendió que esa mujer extraordinaria era, para él, un fuego sagrado que debía ser respetado desde la distancia. Y entonces cometió otra locura: le escribió.

Le confesó que, mientras trabajaba en su casa, había sentido un deseo erótico. Esperaba, más que nada, que fuera ella quien cancelara el próximo encuentro. Y así fue. Ella respondió con la frialdad de una campana rota: no más escultura, no más palabras. ¡Borre esa escritura!

Aquel rechazo fue para él un alivio, un castigo merecido. Había escapado de una segunda caída, pero no del tormento.

Desde entonces, no ha vuelto a mirarla. Sabe que lo que ocurrió fue una traición a su código, a la confianza, a la dignidad de una mujer que le abrió las puertas de su casa. Y hoy, arrodillado frente al Señor, comprende que ese hecho podría costarle no sólo el cielo, sino también el don que se le había concedido; tal vez nunca más pueda esculpir.

Pero a su edad, prefiere la pérdida con verdad que la permanencia en la mentira.

Ahora que la muerte ronda su habitación como un murmullo persistente, el escultor abre su corazón al Altísimo y le dice la verdadera razón por la cual nunca volverá a ver a Léa Selina: no es desinterés ni olvido, sino miedo.

Miedo a que la chispa que encendió su caída vuelva a insinuarse. Su mirada osada, su proximidad callada, su confianza limpia… eran terreno sagrado. Y él, con sus grietas y flaquezas, sabe que una mujer que le perturba el alma no debe ser vista dos veces.

Hoy, ante el Señor, acepta su culpa sin excusas ni anhelos de perdón. No debe volver a verla. No porque no la respete, sino porque frente a esa mujer prohibida y enigmática, su alma entera se vuelve vulnerable. Y eso, para un viejo que alguna vez creyó dominar su voluntad, es el más severo de los castigos.

Al terminar su confesión, el escultor expresa su arrepentimiento por aquel pecado sin premeditación, cometido un lunes que todavía le quema en la memoria. Entonces, una brisa fría irrumpe en la habitación. Era la señal. La renuncia. La penitencia impuesta por el Señor: no volver a ver a aquella mujer maravillosa que lo hace temblar de pies a cabeza, a quien en silencio ama más que a su propia vida.

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El escultor baja la cabeza y, en un acto de contrición, expresa su dolor más profundo por haber ofendido a la mujer que más admira. Siente en carne viva la flaqueza de su cuerpo y el temblor de su espíritu. Pero desde el cielo, el Señor no se inmuta. Un silencio helado le congela la sangre. Tras cincuenta y cuatro segundos sin recibir respuesta, el escultor se desespera y le pregunta al señor por qué calla.

Dios no está molesto por ese pecado, porque hasta él se sintió tentado a tocar la flor de Léa Selina, una mujer que irradiaba tanto erotismo que podía tentar al propio espíritu santo. El señor esta molesto porque ni siquiera menciona un pecado aborrecible que exhibe con orgullo.

Dios que todo lo sabe le envía una señal dolora en la frente, como quien castiga al hijo que aún no ha dicho toda la verdad.

Entonces, con voz apenas audible, el escultor confiesa que, dos días después del suceso, una amiga de Léa Selina lo increpó por su proceder. En un primer momento guardó silencio, pero al día siguiente le narró la verdad completa. Sorprendentemente, aquella mujer le pidió que también la esculpiera… de la misma manera.

El escultor, tentado por el abismo, sintió que el mal volvía a tocar su puerta. Pero esta vez su integridad se impuso, y le dijo:

—No lo haré. No quiero perder a otra persona que admiro.

Desde lo alto, Dios sabía que aquella mujer sólo estaba probando su voluntad, y aun así le envió otra señal de recriminación. Porque no era ese el pecado que debía confesar.

El Señor, que conoce hasta los secretos que los hombres esconden de sí mismos, esperaba algo más. Y el escultor mágico, como si una piedra le aplastara el pecho, dijo finalmente:

—Señor… he pecado contra mi pueblo y contra mis prójimos. En el año 2024 voté por un comerciante de la fe para alcalde, sólo para que nombraran en el ayuntamiento a mi hijo mayor, quien hoy cobra sin trabajar. Hace una semana ese alcalde celebró su primer año mintiendo sin pudor, y yo, sabiendo que mentía, lo defendí en las redes sociales. Le di ‘me gusta’ a sus publicaciones falsas. Y lo hice porque mi hermano recibe dinero por publicidad, y temo que lo pierda. Y seguiré alabando a ese falso profeta, porque mi cuñado, que es regidor de la oposición pero aliado del alcalde, es quien me presta dinero para vivir.

El Señor, decepcionado, se sintió tentado a fulminar con un rayo a ese hijo de puta. Pero recordó que, aunque sea un hijo de puta, era su propio hijo.

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