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Mi primer amor

Por Ramón Peralta
La llegada de los años ochenta me sorprendió en medio de la bruma del pesimismo, envuelto en la asfixiante crisis económica dominicana y en la desesperanza de una juventud traicionada. El gobierno, en apenas un año y cuatro meses, ya ofrecía sus primeras muestras de podredumbre y corrupción.
Con apenas catorce años, la última noche de 1979 no auguraba promesas ni esperanzas. Se iniciaba una década teñida por la arrogancia ideológica de una Internacional Socialista que dominaba los escenarios de América Latina, con sus recetas económicas fallidas y su demagogia populista.

A las nueve de la noche, desde mi cuarto, escuchaba los fuegos artificiales que iluminaban el barrio. La música retumbaba como si tratara de tapar la miseria con ritmo. Los vecinos bailaban, bebían vino barato y reían con esa alegría forzada de quienes prefieren no mirar el abismo. Mis amigos golpeaban la puerta con insistencia, queriendo arrastrarme a la fiesta del barrio, pero yo no me atrevía. El único par de zapatos que poseía tenía un agujero vergonzoso en la suela, y mi orgullo era más frágil que la tela que cubría mis pies.

Para mi fortuna o mi ruina, según cómo se mire, se fue la energía eléctrica. El barrio quedó sumido en una oscuridad que parecía cómplice, y fue entonces cuando salí a la calle. En la penumbra compartí con ellos. Nadie notó mis zapatos rotos, ni mi vergüenza, ni la pena que, como una sombra, me acompañaba desde hacía meses. Mientras ellos reían y hablaban, mi mente se extravió, y en medio del bullicio mi alma fue arrastrada a un pasado cercano, aunque se sentía tan lejano como mi esperanza de salir de aquel foso de tristeza.

Nueve meses atrás, yo era apenas un joven tímido de trece años, hijo de una familia de clase media, atrapado en la confusión de la adolescencia y los sobresaltos del primer amor. Estaba enamorado de una compañera de clase dos años mayor. Mis calificaciones sobresalientes en octavo grado compensaban mi torpeza social, y yo sabía ¡lo sabía! que Lucero también sentía algo por mí. Sus ojos me miraban extasiados cuando explicaba con pasión las lecciones de historia universal, o cuando resolvía con rapidez los problemas de matemáticas. Era como si mis palabras, por breves segundos, la hechizaran.

Todo marchaba bien… hasta aquel domingo. Aquel maldito domingo que mi memoria quisiera erradicar y que mi alma se niega a olvidar. Mi padre murió en un accidente. La noticia, cruel y definitiva, cayó como un cuchillo en el centro de nuestro mundo.

Aunque el velatorio no se realizó en nuestra casa, algunos desaprensivos aprovecharon la ocasión para hurtar prendas, zapatos… cualquier cosa que tuviera algún valor. Al final, solo me quedó el par de zapatos que llevaba puestos aquel día en el cementerio.

Los empleados del taller de mi padre algunos que él había ayudado como a hijos saquearon poco a poco el negocio. Algunos incluso abrieron sus propios talleres con las herramientas robadas. En cuestión de meses, los ahorros familiares se disolvieron como sal en el agua, y pasamos de una vida modesta pero digna a una pobreza repentina, dolorosa y humillante.

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Al terminar el año escolar abandoné el colegio privado y me inscribí en un liceo público, distante, desconocido, ajeno. Me alejé de mis compañeros. Me alejé de Lucero. De Lucero… aquella muchacha de piel canela, cuerpo celestial y sonrisa maliciosa, que aceleraba mi corazón con solo aparecer en mi campo visual.

Las luces de una vela romana en lo alto me recordaron que eran las once de la noche del 31 de diciembre de 1979. Lucero vivía en La Palma de Alma Rosa, y en ese momento me armé de valor y caminé desde mi casa hasta allá. En el camino pisé un pequeño vidrio justo donde el zapato tenía el agujero. Me quité la media del pie derecho y saqué el vidrio, pero la sangre salía como si me hubieran atravesado con una espada de dieciséis pulgadas.

Recogí del suelo papel periódico, lo coloqué entre la media y la cortada y, a pesar del dolor, seguí caminando hasta la casa de Lucero.

En medio de la multitud la vi bailando con un joven alto, bien vestido y con aspecto de adulto. Al verme, ella me guiñó un ojo mientras bailaba. En ese momento me sentí tan feliz que no me importó que estuviera bailando con otro.

Minutos después, los fuegos artificiales anunciaron el nuevo año. Todos se abrazaban, mientras yo, como un extraño, observaba inmóvil, con el deseo profundo de ir hacia ella y abrazarla.
Después de cinco eternos minutos, me dio un abrazo suave. Mi cuerpo no me respondía, estaba petrificado por la emoción. Entonces, ella me preguntó:

—¿Por qué me desprecias?

Las palabras no me salían. La luz se fue, ella calló, el año nuevo se quedó dormido en su silencio, y en ese instante una tristeza profunda me embargó. No podía vivir ese presente. Mis ilusiones se desvanecían… hasta que, en medio de la oscuridad, me besó muy brevemente.
Al separarse, me dijo:
—Vete a tu casa, que tu mamá seguro está preocupada por ti.

En ese momento encendieron velas, y se acercó el joven con el que bailaba cuando llegué. Me extendió la mano y dijo:

—Feliz 1980. Soy Joaquín, el novio de Lucero.

En ese momento supe que no volvería a verla.

Los ojos se me aguaron. Le di la espalda sin despedirme y, mientras caminaba, las lágrimas delataban la tristeza que había en mi corazón. Ella caminó hasta alcanzarme y me dijo:
—Perdóname que no pueda ser tu novia. Estuvimos dos años juntos en el colegio y nunca me dijiste nada. Pero no te preocupes, tú encontrarás una buena novia.
Por dentro me preguntaba: “¿Dónde voy a encontrar un amor como ella? ¿Una sonrisa tan alegre?”. Y le dije:
—Nunca encontraré un amor como tú, ni una mujer que me haga soñar y amar como tú.
—Por cierto —agregué—, este es la primera vez que beso a una chica… y será la última en mi vida.
Ella volvió a besarme y me dijo mientras se alejaba:
—No te tortures, ni me tortures más. Vete, que soy una mujer prohibida para ti.
Al despedirme le dije que cumpliría mi palabra de no buscarla, pero que aunque pasaran 20 o 50 años, siempre la querría con toda el alma.
—Pase lo que pase. Le dije—, recuerda que soy quien más te ha amado.

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Llegué a mi casa, me dormí, y pasaron los años. En 1984 quedé atrapado en medio de la Poblada de Abril, cuando el gobierno mató a más de 100 personas.

Ese 23 de abril estuve a punto de morir por una bala perdida que pasó tan cerca de mi cuello que sentí el aire caliente. Me acordé de ese primer beso al ver caer a una mujer veinteañera, impactada por un disparo mientras estaba en el lugar equivocado.

Tratando de confirmar que era Lucero, me acerqué. Su voz débil me reconoció:
—Hugo, no me dejes morir…
Y cerró los ojos.
Ahí supe que el amor de mi vida había muerto. Maldije a los policías con tanta rabia que me arrestaron y me golpearon.

Pasaron los años. Aunque comprendí que nunca más encontraría un amor igual, me refugié en los brazos de otras mujeres, a las que amé y me ayudaron a olvidarla.

Mi vida sentimental no podía estar atada a un fantasma.

Por momentos me ponía triste, le dedicaba canciones melancólicas a esa mujer que las medidas del Fondo Monetario Internacional le habían arrebatado la vida, como a tantos otros en América Latina en aquella década de penuria.

Justo cuando llegó el nuevo milenio, supe que Lucero había sobrevivido aquella masacre de abril. Se había mudado muy lejos, con su tercer marido. Luego, murió en Nueva York.

En abril de 2025 sentí un dolor fuerte en el pecho, como si un elefante estuviera encima de mí mientras yo estaba tirado boca arriba en el suelo.

Sentí que la vida se me escapaba. Miré a mi esposa, que estaba a mi lado. En ese momento supe cuánto la amaba. Tomó mi mano y me dijo:
—Viejo, no te mueras. No quiero buscar otro hombre. Pero si te mueres antes de los nueve días, me busco otro, tú sabes que no me puedo quedar sola.

En ese instante comprendí que después de mi muerte solo sería un mal recuerdo para ella. Tal vez disfrutaría de un hombre joven, sin recordar mis cenizas esparcidas en el mar.

Luché por mi vida y le pedí que me llevara al médico. Mientras me hacían una placa y otros estudios, pensé en mis amores del pasado.

Ahí supe que, en mis 59 años de vida, cinco mujeres antes de mi esposa, habían dejado huellas profundas en mi corazón.

Cuando me recuperé, quise olvidarlas a todas. El médico me recetó caminar una hora diaria.

Una tarde, mientras caminaba por el bulevar, sin darme cuenta salí del área y terminé en la Palma de Alma Rosa. Vencido por la sed, me detuve en un colmado a comprar una botella de agua.

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Al entrar, una joven de sonrisa hermosa apareció como un fantasma y me dijo:
—No compre la botella de agua, aquí tenemos unos jugos naturales de fresa con limón que son buenísimos.
Quedé en shock. En ese instante recordé que, hace 46 años, en octavo grado, salí del colegio y fui a casa de Lucero. Allí, me ofreció un jugo de limón con fresa que su abuela hizo..

Hice un esfuerzo sobrehumano por no desmayarme. Era Lucero. La misma sonrisa pícara de sus 16 años. Con mi cabeza llena de canas, le pregunté su nombre.
—Me llamo Lucero —respondió con una sonrisa coqueta.

Aturdido, di varios pasos atrás. Miré el poste de luz. El nombre de la calle era el mismo que en 1980. Pero aquella casa antigua, con galería de madera, ahora era un colmado. Al comprobar el número, confirmé que era la misma casa donde recibí mi primer beso, pasada la medianoche, en medio de la oscuridad.

La joven me trajo el jugo en un vaso de cristal. Estaba riquísimo.
—¿Quién prepara este jugo tan bueno? —pregunté.
Con una mirada tierna y una sonrisa orgullosa, me dijo en voz baja:
—Lo hace mi abuela.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Fijé la vista en su celular. Ella, con voz segura, dijo:
—Si quieres mi número de WhatsApp, no hay problema. Ya cumplí los 18 años.

Nervioso, no supe qué responder. Ella tomó mi celular, marcó su número y me lo guardó.
Intenté pagarle el jugo.
—Eso es cortesía de la casa, Hugo.

Me congelé.

—¿Cómo sabes mi nombre?

Ella bajó la mirada y, en tono melancólico, murmuró:
—Mi difunta abuela, que se llamaba como yo, fue quien te besó por primera vez.

Más confundido, le recordé que había dicho que su abuela había hecho el jugo. Pero ella había muerto hacía cinco años.

Lucero me tomó la mano. Al sentir la piel suave de aquella joven de 18 años, el susto desapareció y fue reemplazado por un deseo carnal de besarla.

Entonces me abrazó y me susurró al oído:
—Sé que deseas besarme… Pero debo confesarte algo. Esta madrugada mi abuela se me apareció en un sueño. Me habló de lo mucho que la amaste y me dijo que prepararía un jugo de limón con fresa. Me advirtió que, si tú venías a pedirme agua y yo deseaba estar contigo como mujer, debía ofrecerte el jugo. Pensé que era solo un sueño. Pero al despertar, abrí la nevera… y vi el jugo con tu nombre.

Se hizo un silencio. Nos miramos a los ojos. La besé. Fue un beso apasionado y misterioso. No supe si estaba besando a la nieta de Lucero… o al fantasma de la propia Lucero, que se había interpuesto en mi camino para llevarme con ella y, al fin, descansar en paz.

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