ASDEDestacadas de CiudadOriental.comSDE

El Hoyo de la desesperación

Por Ramón Peralta

En un rincón apartado de un municipio grande y ruidoso, donde los ecos del progreso y la modernidad se ahogaban bajo una niebla de indiferencia, existía una pequeña calle que moraba en la penumbra de la desatención. Su nombre, sin embargo, no alcanzó nunca los titulares, pues no había allí nada que valiera la pena destacar para un alcalde que prefería gastar los recursos públicos en su propia imagen, en su gloriosa representación mediática, que en los problemas que realmente aquejaban a su pueblo.

Una tarde, bajo el ardor abrasante de un sol injusto, los habitantes de esa calle se reunieron, no en una plaza pública ni en el bullicio de la vida social, sino entre murmullos llenos de desesperanza, mirando el agua estancada que parecía querer engullirles por completo. Un agua sucia, de un color turbio e insidioso, que se mantenía inmóvil a lo largo de la calle como una masa pegajosa. No importaba lo que hiciera el sol para secar el mundo; el mal olor se aferraba a las casas como una sombra indeseada. Algunos decían que era agua que quedaba de las lluvias de una semana antes; otros, más cautelosos, susurraban que era el agua de los fregaderos, que brotaba de las casas sin pozo filtrante y se acumulaba sin remedio.

Ese hedor no era solo una molestia para las narices. Se convirtió en la incubadora de temores. Una aprensión, casi palpable, que se instalaba en el pecho de cada madre y cada padre que miraba con horror cómo sus hijos caían uno tras otro con fiebre, diarrea, y brotes extraños en la piel. Los mosquitos, esos vampiros invisibles, proliferaban con la misma furia con que crecían los rumores:  sospecha de dengue se decía, leptospirosis murmuraban. Y lo peor era que la enfermedad parecía alimentarse de la misma agua que no se iba. Había niños que sufrían de extraños problemas respiratorios; asma y rinitis les asfixiaban como un manto invisible, y aunque nadie lo decía abiertamente, el aire de la calle había comenzado a volverse un enemigo.

Puede interesarle:  ¿Quién pagará el viaje de tres días a Bávaro de los regidores electos de SDE?

Los días pasaban, y la desesperación de los moradores de ese rincón olvidado crecía como un monstruo que no podía ser alimentado de nada más que angustia. Cuatro meses de inactividad, cuatro meses de promesas vacías. Durante todo ese tiempo, la gente había hecho viajes interminables al ayuntamiento, al edificio que aún se erguía como un símbolo de la indiferencia, donde los empleados del municipio prometían acción sin darla.

Finalmente, un sábado sin ningún augurio especial, la respuesta llegó. Un camión perforador apareció en la calle, seguido de varios empleados del ayuntamiento, como sombras grises que se movían de manera automática. La presidenta de la junta de vecinos, una mujer cuyos ojos reflejaban más cansancio que esperanza, señaló el lugar donde la maquinaria debía trabajar. Allí, en el centro del estancamiento, el hoyo debía ser hecho. Un hoyo, creyeron, que terminaría con la pesadilla de meses, con la humedad que los estaba devorando.

El sonido del perforador resonó en el aire. El estruendo de la máquina era el eco de las almas que finalmente creían ver una solución. Sin embargo, conforme el hoyo se iba haciendo más profundo, algo comenzó a gestarse en la sombra. Un silencio incómodo se apoderó del aire. Los trabajadores del ayuntamiento comenzaron a hablar entre ellos, con murmullos que se diseminaban rápidamente. Cuando el agujero estuvo casi terminado, la verdad salió a la luz: ese hoyo no era para la calle, no era una obra pública. Era un trabajo particular. Un trabajo para el dueño de un edificio en el extremo de la calle, un hombre adinerado que había pagado por otro  agujero, no  por esa perforación que no traería alivio, sino más bien por un hoyo particular para su edificio

Puede interesarle:  Ramón Peralta: "si el barco (el PLD) se hunde, me hundiré con él"

El ingeniero encargado de la obra, con una sonrisa vacía y su mirada calculadora, observó el trabajo terminado y exigió que se le pagara por su esfuerzo. Los vecinos, llenos de furia y frustración, miraron la escena como si se tratara de una burla macabra. Ese hoyo, que nunca debió necesitarse  , se convirtió en el símbolo de la injusticia que los había ahogado.

¿Pagar al ingeniero?», dijeron entre dientes, «¿acaso no pagamos ya suficientes impuestos con el sufrimiento que hemos tenido que soportar? ¿Acaso no hemos pagado con la salud de nuestros hijos?

La voz de la comunidad resonó fuerte, pidiendo que el ayuntamiento pagara por la desidia, por los meses de sufrimiento, de enfermedades y angustias que habían marcado su vida. La indiferencia de la alcaldía, esa alcaldía preocupada solo por su imagen mediática, no podía seguir impune. Los vecinos ya no querían promesas vacías; querían justicia, querían que se reconociera el daño que les habían infligido, envenenándoles con agua estancada, con olvido, con indiferencia. Y así, el hoyo, en su profunda y oscura quietud, permaneció allí, como un testigo mudo de la búsqueda que el ingeniero no consiguió y  del sufrimiento de un barrio  que no podía ser ignorad

Compartir:
Botón volver arriba