
Aceptación social del abuso sexual a menores de edad
Por Crismailin Rodríguez
En los últimos años, la atracción sexual hacia menores de edad por parte de hombres y mujeres adultos ha incrementado visiblemente, representando una grave amenaza para la seguridad social y la integridad de niños y adolescentes. Este fenómeno nos muestra una creciente deshumanización, que vulnera derechos fundamentales en una etapa de desarrollo físico, emocional y mental donde los menores suelen estar desprotegidos por causas múltiples.
Comúnmente se tiende a confundir la pedofilia con la pederastia, usando estos términos como sinónimos, cuando en realidad presentan diferencias relevantes. Aunque ambos están relacionadas con la atracción inapropiada hacia menores, la pedofilia es una parafilia, un trastorno mental caracterizado por fantasías, impulsos o deseos sexuales hacia niños y niñas prepúberes, sin que necesariamente exista contacto físico o abuso. Personas que consumen pornografía infantil o fantasean con menores forman parte de esta categoría, aun si no han cometido un acto delictivo concreto.
Por otro lado, la pederastia implica una acción directa: cualquier relación o práctica sexual sostenida con un menor de edad constituye un delito grave, independientemente del supuesto “consentimiento” del menor al que estamos acostumbrados a escuchar, como si fuese cierto que los mismos son capaces de decir “sí” a un crimen tan cruel en contra de sí mismos. Es importante destacar que, aunque una persona pederasta puede no ser clínicamente pedófila, la conducta sigue siendo abusiva, ilegal y sumamente destructiva. En República Dominicana, la ley establece que los menores de 18 años no son legalmente capaces de consentir relaciones sexuales con adultos, por lo que cualquier acto sexual con una persona menor de edad es considerado abuso, agresión o violación sexual y conlleva una pena.
Este problema se agrava por factores sociales y culturales; la pobreza, la manipulación, el acceso desregulado a redes sociales y la normalización de relaciones con grandes diferencias de edad han distorsionado la percepción de lo que es abuso. Muchas veces se cree erróneamente que si un menor tiene 16 o 17 años, ya posee la madurez emocional y legal para intimar con un adulto solo por el hecho de estar al borde de cumplir la mayoría de edad, lo cual es falso y peligroso. Este no es un problema exclusivo de hombres adultos con niñas: también existen mujeres adultas que abusan de niños, aunque el machismo cultural lo invisibiliza y le reste importancia al daño que sufren los varones víctimas, de los cuales muchos, incluidos adultos, toman como burla, como si aquellas víctimas no lo fueren solo por ser varones, ¿por qué no nos cuestionamos el estado mental de quién abusa y los trucos sucios que utilizan para engañar a las víctimas?
Muchos adolescentes pueden acceder a relacionarse sexualmente con adultos sin comprender las implicaciones, motivados por carencias afectivas, intercambios económicos o manipulación emocional. Esta situación los coloca en clara desventaja, especialmente cuando provienen de hogares en situación de vulnerabilidad, donde la educación sexual y afectiva es nula o insuficiente y en donde la negligencia esta presente de forma continua. En ocasiones no podemos culpar únicamente a los cuidadores, porque en muchos casos estos no cuentan con las habilidades requeridas para cuidar sabiamente a sus hijos, ¿cómo responsabilizamos también a aquellos que posiblemente han sido víctimas del sistema que nosotros luchamos por cambiar?
Es cierto que el Estado tiene la responsabilidad de diseñar políticas preventivas y mecanismos legales eficaces y sancionadores, pero la sociedad también debe generar conciencia colectiva, proteger a la infancia y combatir los pensamientos dañinos que perpetúan el abuso. Proteger a los niños y adolescentes no es solo un deber legal, es un acto que nos hace más humanos, no podemos continuar permitiendo que estos abusos sean tomados como un juego, porque las consecuencias emocionales y mentales que tiene hacia la víctima, son difícilmente reparables.